El domingo 14 de diciembre, la mayoría de los chilenos habilitados para sufragar acudimos a los recintos de votación para elegir al noveno Presidente de la República desde 1990 —en rigor, al séptimo porque dos se hicieron reelegir para la más alta magistratura en 2013 y 2017—. Como ha ocurrido sin falta en todas las elecciones presidenciales desde entonces, el ganador de la contienda electoral se conoció a poco de cerrarse las mesas y antes de caer la noche se comunicó telefónicamente con el gobernante en ejercicio. Al día siguiente, a mediodía, se reunieron ambos en La Moneda. Nos debemos felicitar sin reservas por todo ello. Aunque a no pocos chilenos les puede parecer que esto, más que un ritual propio de las mejores democracias del mundo, es una rutina que acaece entre nosotros con entera normalidad, no debería escapárseles la naturaleza excepcional de lo acontecido hace unas semanas. Y es que solo en un puñado de naciones del mundo el mandatario en ejercicio abandona el poder y se lo traspasa al candidato elegido en las urnas, cumpliendo escrupulosamente las disposiciones que rigen la sucesión presidencial. Cuando se dice que en nuestro país las instituciones funcionan, la elección del gobernante —y también la de los representantes en el Parlamento— es de lejos la primera y la más fundamental para la buena marcha de nuestra democracia. En la delicada trama institucional que regula las elecciones populares, una falla cualquiera podría lesionar severamente el funcionamiento del proceso electoral. Ni qué decir de una acción deliberada del gobierno en ejercicio orientada a alterar de alguna forma el proceso democrático.
Nada de eso ha ocurrido en Chile en las nueve ocasiones que ha tocado elegir al sucesor del mandatario en ejercicio. Y tampoco en las que se ha renovado el Parlamento. Desde que también un 14 de diciembre se eligiera a Patricio Aylwin para gobernar el país, después de 19 años sin elecciones presidenciales, nunca nuestra democracia ha estado en riesgo como resultado de un proceso electoral fallido o mal implementado.
En la única ocasión en más de un tercio de siglo que estuvo seriamente amenazada —durante lo que duró el estallido social, hace poco más de seis años—, el peligro para la estabilidad democrática fue amagado con una masiva respuesta institucional.
Más de una docena de elecciones se han llevado a cabo desde entonces —en promedio, más de dos por año—, incluso cuando la pandemia asolaba el país (el plebiscito de entrada del primer proceso constitucional, programado originalmente para abril de 2020, fue aplazado para octubre de ese año).
En un período de cinco años hemos elegido a dos presidentes de la República, a senadores y diputados, alcaldes y gobernadores, todo según lo previsto en el ordenamiento institucional.
La noción de que los problemas sociales, incluso los más graves, se enfrentan con más y no con menos democracia se ha cumplido aquí plenamente.
La elevada confianza de la ciudadanía en las elecciones populares —fruto de la impecable ejecución que las acompaña— debe considerarse una de nuestras mejores virtudes nacionales, mejorada desde 2022 por el voto obligatorio, que ha incorporado al resultado de la votación las preferencias de millones de compatriotas.
La amenaza para el buen funcionamiento de nuestra democracia está ahora en el Parlamento, cuya composición política se ha fragmentado en extremo, afectando seriamente la eficacia del proceso legislativo. Una reforma para corregir esta anomalía tiene la más alta prioridad si acaso aspiramos a alcanzar el desarrollo pleno, una meta nacional que vuelve a cobrar vigencia si se aprovechan las enormes oportunidades que tiene Chile de cara al futuro.
Eduardo Frei
Expresidente de la República
Claudio Hohmann
Exministro de Estado



