Vivimos tiempos de griterío y de exceso de información. El exceso de información es, finalmente, ruido. Nietzsche, siempre adelantándose a todo, afirmaba en el siglo XIX: “Sin dudas corren malos tiempos para el pensador, él ha de aprender a aprovechar el silencio que se da entre dos ruidos y a hacerse el sordo hasta acabar siéndolo realmente”. Byung-Chul Han, en su último libro, “Sobre Dios”, aborda, entre otros, este tema que debiera preocupar no solo a filósofos, sino a todos los seres humanos. Sin silencio, nos volveremos sordos al mundo, a nosotros mismos y a Dios. La muerte de Dios tiene que ver con la muerte del silencio y la falta de atención. “La información, en tanto que ruido, arrasa la atención. El estruendo de la información y la comunicación que asalta al alma es más destructivo que el estruendo de las máquinas de la modernidad”, dice Han.
Sin silencio, no puede haber pensamiento ni creación. Las informaciones son invasivas, se imponen a nuestra percepción y nos impiden oír las cosas que son pudorosas. Sí, porque hay un silencio en las cosas que ya no podemos escuchar. Y ese silencio se manifiesta cuando las cosas dejan de ser utensilios. Quien se ha dado el tiempo para contemplar cosas aparentemente insignificantes, se dará cuenta de que hasta un par de zapatos viejos abandonados en una pieza, de pronto, pueden producirnos una epifanía; eso le pasó a Van Gogh y lo reflejó ese hermoso cuadro suyo, “Zapatos”, de 1886. Pero también nos hemos alejado de las cosas y nos acercamos vertiginosamente a un mundo de no-cosas, de informaciones. Cuando las cosas ya no nos llamen desde su silencio, habremos perdido algo fundamental de nuestro habitar y ser en el mundo. Vallejo decía: “Y me alejo de todo/ porque todo se queda para hacer la coartada:/ mi zapato, su ojal, también su lodo/ y hasta el doblez del codo/ de mi propia camisa abotonada”. Ahora las cosas ni siquiera se quedan “para hacer la coartada”.
Gran parte de la pintura, la poesía, el gran cine tienen que ver con la capacidad de oír el silencio de las cosas y el mundo. También hay un silencio de los seres humanos. Todo ser humano tiene su propio silencio. Neruda: “Y me oyes desde lejos y mi voz no te alcanza/ déjame que me calle con el silencio tuyo”. Y ese verso inmortal: “me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Hoy vamos a la caza, en todas partes y en toda ocasión, de información. Y acumulamos ruido. Y todo es bullicioso y reclama a gritos atención. “¡Aquí estoy yo, véanme!”, decimos todos. La información es la gran enemiga del silencio, es su antípoda. ¿Qué podemos hacer para recuperar ese silencio de las cosas, ese silencio de las personas, ese silencio de Dios? “A la búsqueda del silencio perdido”, esa debiera ser nuestra gran aventura, nuestra resistencia íntima en estos días. San Juan de la Cruz hablaba de la “música callada/ la soledad sonora”. Soledad y silencio sonoros. Tal vez una de las tareas de la educación sea la de educar en el silencio, generar “bolsones de silencio”, refugios contra el bombardeo de información. Los alumnos están hoy intoxicados, envenenados a veces, de información y carentes de la experiencia del silencio.
Se habla mucho hoy de “la escucha activa”. La escucha no tiene que ser activa, sino pasiva, que se abstenga el yo de intervenir. “Porque donde reina el gran silencio, la voluntad se retira. El yo muere. Ni siquiera el latido de nuestro corazón rompe el silencio divino”, dice Han. ¡Ni siquiera el latido de nuestro corazón! Guardemos, cosechemos silencio, porque vienen tiempos de escasez de silencio, tiempos muy duros en que el hombre, convertido en mero colector de información, buscará, en un momento de angustia y hastío, retirarse a su interior, pero descubrirá que ya no hay un lugar vacío, un templo silencioso donde recogerse. Y se dará cuenta —tal vez tarde— de que ya no puede regresar. Y ahí se escuchará un grito terrible: el grito del hombre clamando por silencio. (El Mercurio)
Cristián Warnken



