Supongamos que una fundación ofrece textos escolares de matemáticas y que uno de sus títulos proclama: “Matemáticas distintas, o cómo 2 + 2 = 1”. ¿Quién, en su sano juicio, los compraría para la formación de un niño? La situación roza lo absurdo, pero permite iluminar algo esencial. Imagine que una profesora enseñara a sus alumnos que arriba es abajo; que lo rosado se llama azul y lo celeste, rosado; que la sal es dulce y el azúcar, salado; que el fuego enfría y el hielo calienta. O peor aún: que la luz roja del semáforo significa avanzar; que se puede respirar bajo el agua; que basta con saltar y mover los brazos para volar sin caer.
Enseñar tales falsedades no solo impediría que esos niños aprendieran a sumar: les fracturaría su capacidad más básica de enfrentarse a la realidad. Sería formar -si es que puede llamarse así- contra lo real, una anti-educación.
La tradición clásica siempre comprendió que la educación comienza por la mirada. El niño aprende antes de comprender: mira, recibe, confía. Su inteligencia, aún en germen, se abre al mundo a través de ojos que creen lo que ven y, sobre todo, lo que ven mirar a los adultos. En los primeros años no distingue con nitidez la ficción de la verdad, la broma del engaño, la metáfora del hecho. Vive en un estado de receptividad radical.
Por eso Aristóteles afirmaba que “quien educa, engendra en el alma”; y Santo Tomás recordará luego que el primer acto del que aprende es fiarse de quien enseña. La pedagogía clásica siempre fue consciente de esta fragilidad preciosa: la mirada infantil es un lugar sagrado, donde la verdad entra, o donde se la hiere para siempre.
Exponer esa mirada a tergiversaciones deliberadas no es un experimento inocente: es una crueldad miserable. Es jugar con la confianza de quien no puede defenderse, ni comprender, ni resistir.
Mucho se nos repite hoy que la educación debe ajustarse a cómo “el niño siente”, “el niño percibe”, “el niño se identifica”. Pero esto confunde un hecho antropológico fundamental.
Los niños, precisamente porque están aprendiendo, no pueden ser criterio de la verdad, de la misma manera que su balbuceo no puede ser regla de la gramática ni sus dibujos regla de la geometría.
Si un niño cree que 2 + 2 = 1, se le corrige; si pronuncia mal una palabra, se le enseña a pronunciarla bien; si llama “perro” a un caballo, nadie piensa que hay que ajustar el lenguaje del resto para acomodarse a su error. Hacerlo sería ridículo, y además inhumano: lo privaría de la posibilidad de comunicarse y comprender el mundo.
La educación no consiste en validar la imagen subjetiva que un niño tiene de la realidad, sino en introducirlo progresivamente en la verdad del ser de las cosas. Eso es precisamente lo que constituye la dignidad racional del hombre: adecuar la mente a lo real, no someter lo real a caprichos subjetivos.
Volvamos a los libros. Dar a niños textos que afirman que 2 + 2 = 1 sería causarles un daño objetivo, independientemente de que ellos los acepten o incluso los disfruten. Ese daño se agrava si el Estado participa en la elaboración y distribución de tales materiales, comenzando por los jardines infantiles.
El Estado, llamado a asegurar una educación de calidad, se convertiría así en agente de distorsión sistemática, como si patrocinara la enseñanza de que la Tierra es plana. Eso no es educación: es adoctrinamiento.
La lengua es clara: según la RAE, “pervertir” significa perturbar el orden de las cosas. Estos hipotéticos textos serían —con toda propiedad— libros pervertidos y, por tanto, libros para pervertir niños.
No es verdad que 2 + 2 sea 1, ni 5, ni 890.779.000. Es una mentira. Y enseñar mentiras a los niños no es un error pedagógico menor, sino una injusticia contra su inteligencia naciente.
No basta que la lectura de tales textos sea voluntaria u obligatoria. La concordancia con la realidad no depende del consentimiento. Un libro que enseña falsedades no educa, punto.
Y hoy, más que nunca, los niños necesitan que se les eduque en la verdad y no que se les someta a ingeniería ideológica pintada con colores. (El Líbero)
Roberto Astaburuaga


