Al observar los malos ratos del ministro Grau en el Congreso Nacional cuando asistió a lograr la aprobación de su descocido presupuesto fiscal para el 2026, se me vino al recuerdo las muchas ocasiones en que he visto a los ministros de Hacienda y de Economía de gobiernos de izquierda transpirar para demostrarle al Congreso que no siempre dos y dos son cuatro. Es que en la izquierda abundan los abogados, médicos, profesores, etc. pero escasean muchos los matemáticos.
Es que es muy difícil poner de acuerdo a la rigidez terminante de las matemáticas con el relativismo político de los partidos de izquierda. La llamada izquierda funciona en base a dogmas en que abundan las indefiniciones de los principales términos, como el de “Democracia”, el de “Pueblo” o el de “Amigos o Enemigos”.
Cuando un ministro choca con la fría inmovilidad de las cifras, siempre sale derrotado y lo más que puede aspirar es a que sus seguidores se demoren en descubrir sus malabarismos numéricos.
Para esos ministros, dos y dos no son siempre cuatro, sino que pueden ser cero o uno o cuatro o veintidós, dependiendo de una pequeña señal entremedio de ambos números, la que es relativamente fácil confundir y tergiversar. Pero ocurre que ese ministro no está consciente de que el dos y dos son cuatro siempre y en cualquier espacio y tiempo y que no es sólo una afirmación, sino que es un postulado de aquellos sobre los que está construido el universo entero.
Definitivamente los números no son de izquierda, lo que no significa que sean de derecha por la simple razón de que la verdad es que son de arriba. Y los pobres Grau que van al Congreso a pasarlo mal todavía ignoran que es mucho más el daño que le pueden causar a su sector político cuando la opinión pública aprenda a mirarlos más detenidamente de lo que lo hace ahora.
Para demostrarlo voy a referirme a un capítulo de las matemáticas particularmente difícil de entender y de aplicar y para ello voy a recurrir aún episodio histórico.
En el siglo XVII el filósofo y matemático francés Blaise Pascal, que tuvo una vida muy difícil debido a sus obsesiones religiosas, una vez se encontró en una posada francesa con un excompañero de estudios de su juventud.
Se pusieron a conversar y éste último se rio de él porque llevaba una vida miserable preocupado de cuestiones que no servían para nada como era el caso de las matemáticas. Para terminar sus lapidarios comentarios, ese compañero le dijo: “Si me demuestras que las matemáticas me pueden servir para jugar mejor en las cartas o en la ruleta, ese día voy a aceptar que sirven para algo”.
Pascal quedó muy “picado” y eso lo llevó a pensar en el endemoniado cálculo de probabilidades que hoy es parte fundamental de la física moderna y con aplicaciones en todas las ciencias.
Ese cálculo no solo le permitió precisar matemáticamente las chances de ganar en un juego de azar, sino que le enseñó cuándo ese cálculo se convierte en un postulado de un determinado fenómeno.
El principio básico y evidente del cálculo de probabilidades es que las opciones se multiplican y no se suman. Si yo apuesto a un número al tirar un dado, mis posibilidades de ganar son de una en seis. Pero si apuesto a que ese número saldrá en dos tiradas sucesivas, la chance de ganar es de una en treinta y seis y si juego a la tripleta, las probabilidades son de treinta y seis por seis, o sea una en trescientos sesenta y seis.
Con esos rudimentos en la mano veamos una simple aplicación política de este razonamiento implacable. Supongamos que hago una lista de instituciones y de empresas dependientes del Estado en que se manejan fondos públicos o de pertenencia pública.
Si la lista es de once instituciones de ese tipo y yo empiezo a auditarlas una por una y encuentro que en las diez primeras investigadas ha habido robos o desfalcos de origen político, al enfrentar la auditoría de la última empresa, las probabilidades de que resulte limpia son verdaderamente insignificantes, de modo que se puede estar seguro de que allí también existirán irregularidades. Esa seguridad no es una suspicacia infundada, sino que es una realidad insoslayable.
Ahora bien, es un hecho que las malversaciones en los fondos públicos se han ido multiplicando en Chile desde hace ya largo tiempo y no son un invento de la administración actual. Pero también es cierto que nunca, como en ésta, esas malversaciones habían ocurrido en forma tan masiva, tan planificada y protegida por el gobierno mismo como ha ocurrido en los últimos cuatro años, al punto de que el público las ha conocido en forma desvergonzada e impune.
Recién en los últimos meses han comenzado a multiplicarse las fiscalizaciones con el resultado de que se han descubierto malversaciones de recursos públicos con claras intenciones políticas en todas las reparticiones públicas en que esas inspecciones se han alcanzado a realizar.
Si a esa realidad le aplicamos el cálculo de probabilidades descubierto por Pascal, la posibilidad de que no exista malversación en las reparticiones que todavía no han sido auditadas es prácticamente nula.
Ahora bien, la institución dependiente del Estado donde se manejan los fondos más cuantiosos e importantes es Codelco. Haciendo una metáfora entendible para todos, en Codelco existe el mayor “frasco de mermelada” de Chile de modo que nuestro asesor Pascal se reiría de nosotros si creyéramos que allí no ha pasado nada.
Yo no sé nada ni he oído nada que me permita sospechar desfalcos financieros en Codelco, pero soy ingeniero, entiendo algo del cálculo de probabilidades y ciertamente le creo más a Pascal, que a lo que pueda decir un Boric, un Grau o un Pacheco.
De modo que, si por mi fuera, le aconsejaría al próximo Presidente de Chile que ordenara una auditoría profunda de Codelco y se preparara para que él y todo Chile sufran dolorosas sorpresas. (Bio Bio)
Orlando Sáenz



