Un estudio dado a conocer este viernes, realizado por Criteria, arrojó un resultado preocupante, un signo de que en Chile, al igual que en otros países de la región, el autoritarismo podría encontrar suelo fértil.
De acuerdo con ese estudio, un 36% de las personas piensa que en ciertas circunstancias un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático. Un 55% piensa que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, en tanto un 30% cree que debe existir un líder fuerte, a quien no preocupen ni el Congreso ni las elecciones. Y ese mismo porcentaje piensa que las autoridades elegidas por el pueblo no debieran tener restricciones y que es legítimo no respetar las instituciones si ellas no cumplen con la voluntad de la mayoría.
Como se ve, los resultados son algo intrigantes. Se valora la democracia como forma de gobierno; pero al mismo tiempo, un porcentaje relevante piensa que alguna forma de autoritarismo es razonable.
¿Cómo explicar eso que parece una inconsistencia?
En un famoso texto, si no recuerdo mal acerca del Imperio romano, Ortega y Gasset formuló una distinción que más tarde recogió incluso Hayek. Se trata de la distinción entre democracia y liberalismo. La democracia, dijo Ortega, responde a la pregunta quién gobierna, diciendo que debe hacerlo la mayoría o quien ella designe; el liberalismo, en cambio, responde la pregunta acerca de los límites del gobierno, diciendo que el poder tiene como límites los derechos y las instituciones que los garantizan. Esa distinción permite caracterizar la democracia liberal. En esta gobierna quien designe la mayoría, pero con límites insalvables bajo la forma de derechos. En la democracia iliberal o autoritaria, en cambio, la regla de la mayoría carece de límites.
Y ahí hay una explicación para los resultados que ese estudio constata.
Los resultados que arroja esa encuesta muestran una semilla que se ha expandido o amenaza con expandirse. Se trata del segundo tipo que se acaba de mencionar: la democracia autoritaria o, si se prefiere, iliberal. La gente, en suma, apetece democracia (el gobierno de la mayoría), pero una parte importante está dispuesta a sacrificar las instituciones liberales (es decir, los límites a la voluntad de las mayorías).
En un conocido trabajo, Juan Linz, el prestigioso cientista político, sugirió que entre la democracia y el totalitarismo existía un tipo específico de régimen no estrictamente democrático, que podía llamarse autoritarismo (una de sus formas lo fueron las dictaduras militares). En él, dijo Linz, existe un pluralismo político limitado, con una mentalidad distintiva que no equivale exactamente a una ideología global y en el que un líder o un grupo ejerce el poder dentro de unos límites informales, pero predecibles. El concepto da origen a lo que hoy puede llamarse nuevos autoritarismos (o democracias iliberales): acceso al poder mediante la regla de la mayoría y en elecciones competitivas, pero a la vez irrespeto por las instituciones que establecen límites al poder del Estado.
Son los casos de Maduro, Erdogan o Bukele.
Naturalmente, la semilla del nuevo autoritarismo no surge de manera espontánea y desarraigada. Es probable que ese fenómeno aparezca especialmente cuando la pobreza se extrema o la seguridad entra en crisis y el Estado se muestra incapaz de garantizarla o proveerla dentro de límites aceptables. El miedo al otro o al hambre, es una de las emociones subterráneas de la vida social, y cuando brota a la superficie cotidiana, las personas están dispuestas a pagar cualquier precio para suprimirlo. El peligro entonces es que, como los políticos lo saben, para ganarse la adhesión de la ciudadanía estimulen el miedo, exagerando las amenazas que se viven en el día a día, para, acto seguido, formular la oferta de brindar seguridad a cualquier costo.
El problema, sin embargo, es que la política no debe subordinarse a las emociones, ni siquiera a la del miedo. Las instituciones (los derechos, el sistema de justicia) no están al servicio de las emociones, sino que son esfuerzos por limitarlas y contenerlas, conduciéndolas hacia formas racionales. Allí donde las emociones inmediatas ordenan linchar a quien comete un crimen, las instituciones le confieren derecho a defensa, y en vez de expulsar al migrante o discriminarlo o denigrarlo, lo trata como un ciudadano más. Y así. Las instituciones liberales son contramayoritarias en ese sentido.
Por eso los resultados de este estudio son preocupantes, especialmente porque en el fragor de la disputa electoral de estos días hay quienes, tanto en la izquierda como en la derecha, parecen ignorar (y al revés lo presentan como un dechado de virtudes) al nuevo autoritarismo. (El Mercurio)
Carlos Peña



