“Los riesgos de la ultraderecha” es, quizás, la frase más repetida entre algunos actores políticos. Día por medio, desde el gobierno nos recuerdan la catástrofe que sería un gobierno de ese sector. La academia no se queda atrás. El avance de la ultraderecha, dicen muchos académicos, es un fenómeno multicausal que amenaza las instituciones de la democracia liberal.
Estos argumentos descansan en un supuesto dudoso, y otro errado. El término “ultraderecha” supone a) que hay una dimensión principal donde ocurre la competencia electoral, el eje izquierda-derecha, y b) que el grupo situado en el extremo derecho de esa dimensión es un riesgo para la democracia.
Veamos si esto es cierto. Investigadores como Rovira, Mudde y otros han destacado que existe una segunda dimensión, a saber, pueblo-élite, o establishment vs. anti-establishment. En mi propia investigación con Visconti y de la Cerda, observamos que esta segunda dimensión opera en Chile y coexiste con izquierda-derecha. Es decir, hay dimensiones adicionales a izquierda-derecha.
Ahora bien, se podría decir que hablar de ultraderecha no implica creer que el eje izquierda-derecha sea el único. Incluso si esta dimensión coexiste con otras, podrían argumentar, el extremismo en ese eje seguiría siendo el problema central. Dado que este punto es plausible, voy a profundizar en el segundo supuesto, pues ahí radica el corazón del error conceptual.
Considero que es falso creer que estar en un extremo del eje izquierda-derecha sea necesariamente peligroso. Por de pronto, no tiene ninguna novedad. Siempre ha habido políticos en el extremo izquierdo o derecho de esa dimensión. Más importante aún: estar posicionado en ese sector puede implicar ciertas rigideces mentales, pero no necesariamente un riesgo para la democracia.
¿Alguien cree, acaso, que el problema de Trump es que es muy de derecha, es decir, muy conservador en sus valores, y ortodoxo en sus recetas económicas? Alguien puede estar en cualquiera de los dos extremos y ser dialogante, respetar las reglas y actuar dentro de las instituciones liberales.
Si hay que poner la voz de alerta contra algún grupo, estos serían los populistas, de derecha e izquierda. La apelación al pueblo en contra de una élite generalmente implica liderazgos mesiánicos y personalistas, que estiman que tienen un llamado de las fuerzas vivas de la nación. Ante tal llamado, qué importa seguir las reglas, escuchar a los jueces o dialogar en el parlamento.
El populismo también es una ideología delgada, abundante en slogans y pobre en contenidos, a diferencia de la izquierda-derecha, cuyas ideas son más predecibles. Por ende, un populista no tendría problemas en recurrir a cualquier acción para mantener el poder, argumentando que lo relevante es la conexión entre él/ella y las masas.
Esto no es un debate de mera terminología académica. Ocupar conceptos equívocos implica no precisar bien de qué se está hablando. Es clave distinguir qué aspecto específico sería un riesgo para la democracia. De lo contrario, el llamado de alerta se vuelve vacío.
No es un riesgo tener una doctrina clara. Sí lo es el mesianismo, la apelación al pueblo virtuoso en contra de una elite cicatera, la identificación de enemigos—la prensa, la ONU, los ricos, los poderosos— y la sustitución de las reglas por meros arrebatos personales. (Ex Ante)
Pablo Argote



