En marzo próximo asumirá el noveno Presidente de la República elegido desde la recuperación de la democracia, y corresponde celebrar que, desde entonces, no se haya interrumpido la continuidad institucional. No es poco decir, si consideramos que el país se salvó de dos momentos críticos: primero, en 2019, del intento de provocar la anarquía y derrocar al gobierno legítimo, y luego, en 2022, de las consecuencias del extravío constituyente que derivó de aquel intento. No puede haber dudas respecto del primer deber de quien llegue a La Moneda: sostener sin vacilaciones el régimen democrático y promover la lealtad con sus fundamentos.
Todo indica que el próximo gobierno será de derecha. Lo que todavía no sabemos es con qué tendencia específica se identificará, dentro de un mundo en el que se expresan visiones muy diversas, incluso algunas incompatibles con las bases de la democracia liberal. Es posible también que las corrientes de derecha sumadas consigan la mayoría, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.
Se trata de una situación inédita, que genera natural entusiasmo en algunos y explicable incertidumbre en otros. Como sea, vale la pena recordar que el principio de la alternancia democrática supone que nadie lo gana todo y que nadie gana para siempre. El flujo de mayorías y minorías es propio de la sociedad abierta, y hay que cuidar entre todos que no derive en el debilitamiento de las normas y procedimientos que dan soporte a la convivencia en libertad. Es indispensable tenerlo en cuenta, puesto que sobran los ejemplos de gobernantes que fueron elegidos de acuerdo con las reglas democráticas y que, ya en el poder, socavaron esas reglas e impusieron algún tipo de autocracia.
La cultura democrática muestra estimable arraigo en Chile, pero nada está garantizado. Nunca se sabe lo que puede venir. Ya vimos hace seis años que los riesgos de involución pueden estallar de un momento para otro, que la violencia puede trastocarlo todo y, en un mismo impulso, originar variadas formas de populismo y autoritarismo. Es esencial, por lo tanto, el compromiso de todas las fuerzas políticas con el sistema de contrapesos que define al régimen de libertades.
La vida en democracia depende del respeto a los límites. Y no podemos olvidar que hace poco se hablaba indolentemente de “parlamentarismo de facto”. Tenemos que oponernos a toda fórmula de facto.
Una amplia mayoría desea que la Presidencia de la República inspire respeto, exprese sentido de autoridad y trate de ser un símbolo de cohesión nacional. “Seré el Presidente de todos los chilenos”, dijo el gran gobernante que fue Patricio Aylwin, al comenzar la transición, y en esas palabras se sintetiza el empeño genuinamente republicano de trascender al espíritu de bando.
El país necesita cambios en muchas áreas en las que se juega el progreso y, particularmente, el desarrollo humano. Deseable es que esos cambios estén bien concebidos y cuenten con amplio respaldo. No se trata solo de los votos en el Congreso, sino de considerar a la sociedad, lo que requiere disposición al diálogo.
Hay quienes parecen considerar que “acuerdo” es una mala palabra, como si fuera sinónimo de transacción espuria o arreglín. Siempre hay riesgos de ello, por supuesto, pero la política se sostiene en la posibilidad de que quienes piensan distinto busquen espacios de encuentro. Naturalmente, llega un momento en el que las diferencias deben zanjarse mediante votación, pero es recomendable que la mayoría circunstancial actúe con altura de miras, y de ninguna manera como lo hizo la mayoría de la malhadada Convención.
El anhelo de orden y seguridad es compartido por la inmensa mayoría de la población. Es posible, en consecuencia, articular una política de ancha base, que permita movilizar las fuerzas del Estado y de la sociedad civil en una dirección que consiga logros duraderos. Lo primero es, obviamente, asegurar que el Estado imponga su control en todo el territorio nacional.
No bastará con que el nuevo gobierno sea distinto en sus modales o estilo narrativo. Necesitará demostrar que realmente es mejor, es decir, que su gestión favorece el bien común y produce avances tangibles en la calidad de vida, sobre todo de los sectores más vulnerables. La experiencia de los últimos años debería servir para desechar cualquier visión fundamentalista y, desde luego, la idea de que tener el poder equivale a tener razón o superioridad moral.
Será mejor si el próximo mandatario actúa con modestia y sentido de las proporciones, lo cual puede reducir el espacio de los yerros y evitar que los remedios resulten peores que la enfermedad. Para gobernar de modo fructífero, el realismo es imperativo.
Sergio Muñoz Riveros



