El sorpresivo triunfo de Javier Milei en las elecciones de medio término renueva las esperanzas de ver a la nación trasandina tomar, por fin, la senda del progreso. Luego de décadas de populismo y demagogia, los argentinos parecen dispuestos a dejar atrás el feudalismo político y el atraso económico que se perpetúa en algunas provincias, como Formosa. El resultado revaloriza el interés que el proyecto libertario despertó en sus inicios y que se había visto opacado por las dificultades propias de gobernar una nación adormecida, heredera de una cultura fiscal irresponsable y de una burocracia resistente al cambio.
Tras la sorprendente derrota en la provincia de Buenos Aires, varios analistas han querido atribuir el repunte de Milei a una supuesta “moderación”. Pero no deja de ser irónico que la moderación siempre se predique del éxito, como si solo los triunfadores pudieran permitirse el equilibrio. Lo cierto es que el presidente argentino recuperó la mística y la velocidad de reflejos que lo caracterizaron en la elección presidencial: respondió con decisión a los escándalos mediáticos —casualmente oportunos en la víspera electoral— y resolvió con firmeza la crisis provocada por José Luis Espert, cuyo alejamiento evidenció una nueva actitud frente a la adversidad. Mientras Milei actuó, el resto no supo qué hacer.
Las elecciones de medio término también marcaron el debut de la cédula única, una innovación que ahorra millones al fisco y toneladas de papel al ambiente, pero sobre todo refuerza la transparencia del proceso. Al eliminar la figura del fiscal partidario en cada mesa, se reduce el margen de manipulación, lo que inevitablemente despierta sospechas sobre la limpieza de comicios anteriores. Cuando la integridad electoral depende menos de la capacidad de movilización de los partidos y más de la institucionalidad, gana la democracia.
Este triunfo deja tres lecciones para nuestro país. La primera es institucional: una democracia presidencialista madura necesita elecciones de medio término. Este mecanismo -suprimido en nuestro país con la reforma constitucional de 2005- permite a la ciudadanía corregir el rumbo sin destruir el sistema político. Su ausencia nos condena a gobiernos que atraviesan todo su mandato sin horizontes de cambio, cosa que hemos experimentado vívidamente con los “16 años de Caburgua” y este “veranito merluziano” de cuatro años que seguimos padeciendo.
La segunda lección es económica. La reacción positiva de los mercados tras la victoria de Milei muestra que la política y la economía no son mundos separados. El dólar oficial cayó más de cien pesos y las acciones argentinas se dispararon hasta un 48% en Wall Street. El riesgo país retrocedió a niveles de mayo y los bonos soberanos subieron con fuerza. Esa respuesta refleja confianza en la dirección adoptada y, sobre todo, temor al retorno del intervencionismo. En Chile, algo similar se observa en la recuperación de la inversión privada y la estabilidad del tipo de cambio, alentadas por la expectativa de un cambio de ciclo político. Los mercados no votan, pero sí leen las posibilidades de progreso de los pueblos.
La tercera lección es moral y política. Es posible ordenar el Estado y mantener el respaldo popular. La gente no es ingenua: sabe que no se puede gastar más de lo que se tiene, y que la deuda pública también tiene límites. Existe un espacio para una política responsable que trate a los ciudadanos como adultos y no como niños a los que se les promete que el dinero “aparecerá” por arte de magia. La austeridad, bien entendida, no es un castigo, sino la condición básica del desarrollo de una nación.
El caso argentino demuestra que, incluso en medio del descrédito general de la política, los liderazgos capaces de combinar convicción, orden y resultados todavía pueden inspirar esperanza. Milei, contra todo pronóstico, ha vuelto a demostrar que la libertad, cuando se defiende con coraje, sigue siendo una causa que moviliza pueblos. (El Líbero)
Juan Lagos



