En la crisis de octubre yo estaba terminando la universidad. A diferencia de otros valientes, en 2019 no me enfrenté a la izquierda refundacional. Preparaba el examen de grado y estudiaba los requisitos del comodato y la hipoteca mientras veía cómo la ciudad se quemaba. Las calles se llenaban de manifestantes y mis amigos iban a la Plaza Italia a gritar contra los abusos (el más terrible para ellos era el precio del tag). Grupos varios iban hasta los pies de Baquedano para publicar su “conciencia social”. Estaba encerrado, pero encontré una forma para seguir el estallido: las columnas y opiniones en los medios de comunicación. ¡Y qué periodo! Ese fue el tiempo de las recriminaciones cruzadas. Se criticaba a los ministros, al Presidente Piñera, al modelo, al neoliberalismo, a la derecha, a los empresarios.
Gran parte de quienes formularon estos juicios eran, por supuesto, de la clase intelectual. Sus comentarios destacaban por el ejercicio de una sofisticada escritura. Mientras más pura fuera la doxa, y más se citara a pensadores extranjeros, mejor era el veredicto. No habían pisado un ministerio (yo tampoco), pero parecían tener claro lo que se debía hacer. Sus dictámenes eran el medio para la salvación del apocalipsis octubrista. Afirmaban que Piñera debía ampliar los programas sociales sin importar el costo económico; que la derecha debía abandonar su faceta “economicista” y elaborar un nuevo proyecto político; y que era necesario comprender el malestar del pueblo, porque el pueblo es algo exterior a ellos.
Lo más complejo en ese momento era lo corto que se hacían los días. Con tanto acontecimiento, los minutos volaban y los políticos tenían que actuar bajo presión constante y amenazas. El sadismo que siempre ha existido en ciertos sectores de la población, expertos en picar veredas, romper semáforos y golpear carabineros, exigía un sacrificio. Por ese entonces, toda persona creía tener derecho a imponer su voluntad sobre los demás. Cualquiera cortaba una calle, trataba mal a otro, u otorgaba credenciales de pureza moral. Hasta que por los caprichos del destino -esas que, como diría Maquiavelo, evitan la corrupción de los cuerpos sociales-, nos salvamos. La pandemia llegó y el Estado restringió por la fuerza ese contacto social corrosivo. El desconocido Wuhan chino ayudó al socio comercial que había quedado en cenizas.
Hoy, por suerte, corren vientos contrarios. Ya nadie habla de economicismo y se observa mayor cautela al interpretar el malestar que sigue allí desde el Chile colonial. En esa época se llegaron a publicar libros al mes siguiente del estallido que, aprovechando los eventos, comerciaban en las librerías neoliberales un “republicanismo popular”. Por suerte, ahora muchos de los intelectuales que, ante la presión popular, dejaron caer el modelo, lo reivindican. Tras casi 15 años de estancamiento económico, social y político, el discurso giró: de pronto, todos están preocupados por las condiciones económicas, han redescubierto que el gasto público es finito y que la deuda crece. Porque todos somos generales después de la guerra y nos fascina presumir nuestras piochas. No obstante, seamos sinceros: buena parte de los pensadores de derecha se desentendieron del modelo en el momento crucial, con todas las consecuencias que pudo haber tenido su caída.
Pero condenamos la violencia, dirán algunos. Sí, pero condenar la violencia era el mínimo. Esta última era inaceptable desde cualquier perspectiva, salvo, desde luego, para los grupos radicalizados. Lo complejo era refutar las tesis de la izquierda que, poco a poco, socavaron los fundamentos morales del modelo que le permitió salir adelante a varias generaciones de chilenos. Esto, por supuesto, no significaba ignorar sus problemas, como su responsabilidad en la disolución de los grupos familiares. Sin embargo, se confundió el deseo de mostrarse dialogante con aceptar las premisas e incluso los diagnósticos de quienes querían destruir para erigir su utopía plurinacional y socialista. Se decía que nadie contaba con las categorías necesarias para interpretar lo que ocurría, salvo la izquierda, que en la Convención demostró que había instrumentalizado el estallido para impulsar su proyecto institucional.
Las piochas de nuestros generales que hoy muestran gloriosos en nuestros medios se obtuvieron criticando justamente el lugar del que surgieron. A la prensa y a la opinión pública de entonces les fascinaba el espectáculo. Se criticó al Presidente Piñera y a Boric; a la Convención y al Consejo Constitucional, y probablemente se critique también al próximo Presidente, sea José Antonio Kast o Evelyn Matthei. El estallido nos mostró que siempre ha sido más fácil destruir que construir, desatornillar que atornillar. El hipnótico fuego que consume la naturaleza siempre ha sido más atractivo que las obras discretas pero funcionales que sostienen las Repúblicas. (El Líbero)
Álvaro Vergara



