La izquierda mostró a partir de entonces su peor cara. Las reiteradas exigencias de renuncia al Presidente Sebastián Piñera. La hostilidad y la vulgaridad en el Congreso. La retórica amenazante; el emplazamiento odioso. Primero fueron los radicales de siempre, luego la actitud se extendió a liderazgos reconocidos como razonables y democráticos (algunos, muy pocos, a decir verdad, han hecho una autocrítica).
Más adelante se sumó un sector de la derecha, entonces minoritario. Amparándose en la tesis que más le acomodaba, cuestionó la búsqueda de una salida institucional. Y se declaró opositora al gobierno.
La pregunta que inquieta a buena parte de la sociedad chilena no solo es quién gobernará Chile a partir de marzo de 2026, sino, sobre todo, cómo reaccionará la oposición de izquierda si los resultados le son adversos. ¿Asumiría su rol opositor de manera democrática o volverá a las estrategias de presión y desestabilización que desplegó a partir de octubre 2019? ¿Estará dispuesta a distinguir una movilización social de vandalismo? ¿O perseguirá a quienes representan la fuerza legítima del Estado para restituir el orden?
El error de cálculo en las tarifas de electricidad ha puesto una nota tragicómica en el recuerdo del estallido: entonces fueron 30 pesos y lo rompieron todo.
No sabemos cuánto de espontáneo tuvo el estallido. Si fue un efecto mariposa, como dijo la exministra Carolina Tohá hace poco, o un sabotaje orquestado fuera de Chile. El hecho que no puede —ni debe— negarse es que a partir de ese momento la oposición hizo una apuesta explícita por desestabilizar al gobierno legítimamente elegido. Se instaló la idea, peligrosa y simplista, de que todo lo institucional era sospechoso, olvidando que la democracia se construye precisamente sobre reglas y procedimientos compartidos.
¿Volveremos a ver llamados a la “movilización permanente” y a la desobediencia civil? ¿Se intentará otra vez forzar cambios al margen de los cauces democráticos? La pregunta no es antojadiza ni retórica: la historia reciente nos obliga a tomárnosla en serio. Porque la calidad de la democracia no depende solo de quien gobierna, sino también —y quizás sobre todo— de la conducta de quien le toca ser oposición.
De una oposición no puede esperarse que sea facilitadora, menos afectuosa. Su papel es incomodar y emplazar: fiscaliza, propone alternativas, canaliza demandas y, llegado el caso, aspira legítimamente a volver al gobierno. Pero ese rol requiere aceptar las reglas del juego incluso cuando los dados no caen a favor. Implica rechazar explícitamente la violencia, respetar el mandato de las urnas y contribuir a la gobernabilidad desde la crítica, pero nunca desde la obstrucción irresponsable o la búsqueda deliberada del caos.
Del Partido Comunista y del Frente Amplio no puede esperarse demasiado, son proyectos políticos que se alimentan de la tensión y justifican, cuando no buscan, la “revuelta”, el desorden. Lo que inquieta es el mensaje de las Juventudes Socialistas del Biobío, reivindicando la lucha armada y adjudicándole la realización del plebiscito de 1988. Además de una falsedad histórica (les guste o no, el itinerario fue trazado en la Constitución de 1980), expone el ánimo que sobrevive en un sector de la izquierda autodenominada “democrática”.
Chile demanda responsabilidad, no solo en los discursos: respeto irrestricto a la Constitución; condena categórica a la violencia venga de donde venga. Y compromiso con la gobernabilidad democrática. (El Mercurio)



