La presión social es una fuerza poderosa. ¿Qué estamos dispuestos a fingir que vemos, o incluso a creer, con tal de no ser señalados por el grupo? ¿Qué verdades evidentes negaremos por miedo a ser excluidos, a que se dude de nuestra calidad moral o de nuestra adhesión a la causa correcta?
Esta debilidad humana fue magistralmente satirizada por Miguel de Cervantes hace más de cuatrocientos años en su entremés “El retablo de las maravillas”.
La obra nos presenta a dos estafadores, Chanfalla y Chirinos, que llegan a un pueblo ofreciendo un espectáculo sin igual. Traen consigo un retablo -un pequeño teatro portátil usado para representar historias con marionetas-. Sin embargo, lo que prometían no eran simples títeres. Aseguraban que su retablo era mágico y que en él aparecían maravillas nunca vistas: desde personajes bíblicos como Sansón hasta bestias salvajes como toros enfurecidos y leones. Pero había una condición esencial para ver tal portento: el espectáculo solo sería visible para personas de sangre “pura”, es decir, “cristianos viejos” que no tuvieran ascendencia judía o mora, y que además no fueran bastardos.
Por supuesto, en el retablo no hay nada. Es una caja vacía. La genialidad del engaño cervantino radica en que nadie, y menos las autoridades del pueblo que han pagado por la función, se atreve a admitir que no ve nada. Hacerlo sería confesar públicamente una “mancha” en su linaje, un pecado social imperdonable en la España de la época. Todos, por ende, fingen ver las maravillas, compitiendo incluso por describir con más detalle lo que no está ocurriendo.
Cuatro siglos después, en el Chile de octubre de 2019, una dinámica social con ecos cervantinos pareció tomarse el escenario. Durante la revolución octubrista, emergió un concepto aglutinador: la “conciencia social”. Poseerla se convirtió en una credencial indispensable para comprender la verdadera naturaleza de la revuelta. Quienes carecían de ella, o simplemente discrepaban de la narrativa hegemónica del octubrismo, eran tildados de “fachos”, el equivalente del converso o el bastardo del entremés.
Aquí, el engaño fue incluso más sofisticado que el presentado en el entremés. El problema de octubre de 2019 no fue que se señalaran problemas reales -que padecemos hasta hoy, muchos de ellos agravados-. La artimaña central consistió en instalar la premisa de que la revuelta era el medio para alcanzar las soluciones. La conclusión que se nos exigía aceptar era simple: si estabas en contra de las manifestaciones, eras parte de los que perpetuaban los problemas.
El clímax de “El retablo de las maravillas” es caótico y revelador. El engaño no se deshace por una epifanía colectiva, sino por la irrupción de un forastero: un militar que llega exigiendo alojamiento para sus soldados. Ajeno al pacto de silencio del pueblo y sin medio a las etiquetas, simplemente afirma la verdad: allí no se ve nada. La reacción de los timados no es de alivio, sino de furia. Para proteger su propia mentira se lanzan contra el militar y este se ve obligado a desenvainar su espada.
En Chile, la terca realidad fue ese forastero. No fue una sola persona, sino la evidencia acumulada: la violencia irracional, la ruina económica para miles de empresas y el contundente rechazo ciudadano a una propuesta constitucional que encarnaba el espíritu más radical de la revuelta. El hechizo colectivo se rompió en buena parte de la población, no con un acuerdo, sino con la cruda colisión entre la narrativa y los hechos.
Tanto en la ficción de Cervantes como en la realidad chilena, la lección es la misma: el miedo a la exclusión social puede ser un poderoso catalizador de la ceguera colectiva. Cuando la pertenencia a un grupo exige la renuncia al juicio crítico, se abre la puerta a los Chanfallas y Chirinos de turno, siempre listos para ofrecer un maravilloso espectáculo a una audiencia ansiosa por demostrar su pureza, ya sea de sangre o de conciencia. (El Líbero)
Juan Lagos



