La venganza de la realidad

La venganza de la realidad

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El reciente caso de Bernarda Vera, la supuesta detenida desaparecida que en realidad vive tranquila en Argentina –mientras su hija recibe en Chile una pensión estatal hace décadas, y con conocimiento del gobierno– probablemente derribó la última bandera que los entonces jóvenes frenteamplistas todavía sostenían con orgullo: la de los derechos humanos, en particular, los detenidos desaparecidos. Y no es un detalle menor. No estamos hablando de una desprolijidad más de la administración, sino de un destape que golpea de lleno a una de las causas más sentidas y legítimas de nuestra historia reciente, lo que daña la memoria y la confianza.

Para quienes no creen en el karma, basta con mirar la trayectoria de este gobierno y la biografía de sus protagonistas para cambiar de opinión. Si esta administración fuera una película, el título sería algo así como «La venganza de la realidad». Porque el Frente Amplio nació, y se alimentó de épicas banderas. Todo aquel que no coreaba al unísono sus consignas era un vendido, un tibio o un cómplice. Hoy, ellos mismos se han convertido en la caricatura de lo que tanto repudiaban.

Lo paradójico –o karmójico– es que ni siquiera la vieja máxima del «otra cosa es con guitarra» alcanza para describir la grotesca performance del gobierno frenteamplista. No solo incumplieron los altos estándares que le exigían [sólo] al resto, sino que han protagonizado algunos de los episodios más burdos, contradictorios y, en ciertos casos, derechamente dolosos.

Partamos por la educación, el gran corazón del Frente Amplio, y por el cual nace esta generación política. Se suponía que su cruzada casi vital era por la educación «pública, gratuita y de calidad», y la condonación del CAE que agobiaba a las familias chilenas. El entusiasmo terminó en beneficiar la gratuidad universitaria a costa de bajar el presupuesto en educación parvularia y escolar, y en transformar la condonación en un nuevo impuesto a los graduados. Calidad y educación pública quedaron para el eslogan (¡bien lindo les quedó!). La obsesión era ideológica, no con el capital humano del país.

El feminismo, otra de sus banderas insignes, también se desplomó. Desde el «Estado opresor y violador», hasta el primer gabinete paritario, el Frente Amplio se proclamó pionero del feminismo en el poder. Sin embargo, el gobierno «feminista» encubrió la denuncia de violación contra el entonces subsecretario Monsalve, responsable nada menos que de la seguridad del país. La pregunta sigue vigente un año después: ¿dónde quedó la ola feminista que en 2018 paralizó universidades y calles? Doble estándar, en su estado más puro.

Los frenteamplistas llegaron a La Moneda como los impolutos de la política, convencidos de que nunca caerían en los escándalos de las viejas –y corrompidas– generaciones (MOP-Gate, Penta, Inverlink, entre otros). Ellos mismos hacían alarde de su «escala de valores y principios» distinta, casi inmaculada, como si vinieran a redimir la política chilena. Y sin embargo, no tuvieron escrúpulos para robarle a su propio pueblo –familias en campamentos– para financiar sus aventuras políticas. No hay pecado original, pero sí originalidad en el pecado.

La lista de episodios es digna de una sátira política: desde la reivindicación voluntarista del conflicto mapuche –que terminó con la ministra del Interior (la primera mujer en ese cargo, dicho sea de paso) literalmente echada a balazos de Temucuicui– hasta la épica promesa de acabar con las AFP mediante una reforma que, curiosamente, terminó por fortalecerlas. Entre medio, por supuesto, el tránsito del homenaje a la «primera línea» y la refundación de Carabineros, a un respaldo aparentemente irrestricto a las fuerzas policiales; del rechazo al TPP11 a la posterior celebración de los USD 14 mil millones en exportaciones adicionales; de los sobresueldos en el Ministerio de Seguridad a los masajes de pies en autos fiscales; del fallido «gas para Chile» a un largo etcétera de bochornos que ya rozan lo tragicómico.

Todo ello refleja lo mismo: inoperancia, incapacidad, y en demasiados casos, dolo. Una generación de adultos que insiste en seguir viéndose a sí misma como un puñado de jóvenes iluminados, pero incapaces de la mínima autocrítica, convencidos de que la política -específicamente el poder- era puro voluntarismo, que solo bastaba con inventar consignas atractivas para que la realidad se ajustara dócilmente a sus aspiraciones.

Emilia García