Del ruido al orden: Milei y la gobernabilidad liberal-Eleonora Urrutia

Del ruido al orden: Milei y la gobernabilidad liberal-Eleonora Urrutia

Compartir

El reciente concierto de Javier Milei en el Movistar Arena fue, más que un espectáculo, una puesta en escena del poder entendido como energía cultural. Fue un acto para la tribuna, un llamado a la tribu, donde el Presidente se presentó en su doble condición de hombre político y figura pública, cerrando la noche con baño, traje y la presentación de su libro número trece, La construcción del milagroNo fue, por tanto, un desvío de la política, sino su reafirmación simbólica: la forma estética de un proyecto que busca reemplazar la épica del gasto por la épica de la responsabilidad.

El ruido y la escena

El concierto fue también una metáfora del equilibrio que Milei intenta construir entre emoción y racionalidad. Su discurso no fue el del caudillo que promete, sino el del hombre que advierte que no hay milagros sin sacrificio ni libertad sin responsabilidad. Y, sobre todo, que la pasión puede convivir con la austeridad. A diferencia del populismo clásico, que usa la épica para justificar el gasto y el paternalismo estatal, Milei financió su propio show. No hubo subsidio ni aparato público. Esa diferencia, menor en apariencia, marca una frontera ética: la del político que no hace del Estado su instrumento de autopromoción. El mensaje implícito fue claro: la autenticidad es su capital político. En un país donde la impostura es regla, mostrarse tal cual es resulta casi revolucionario.

Para muchos, el concierto fue un exceso. Para otros, una rareza. Pero, en rigor, fue una muestra de coherencia en la era de la teatralidad política. En un escenario donde la clase dirigente simula empatía con dinero ajeno, Milei expone su vulnerabilidad y la convierte en lenguaje político. No se trata de gusto o disgusto estético, sino de una estrategia comunicacional que reconfigura el vínculo entre líder y ciudadano: la política como exposición, no como simulacro.

Mientras llovían las críticas por el concierto, el Tesoro de los Estados Unidos sellaba un acuerdo histórico. En el mismo instante en que Milei cantaba, Washington compraba pesos argentinos y anunciaba un swap de divisas por 20.000 millones de dólares con el Banco Central.

El respaldo de Washington: no por afinidad, sino por estabilidad

El secretario del Tesoro, Scott Bessent, lo expresó con claridad en su cuenta de X:

“The U.S. Treasury is prepared, immediately, to take whatever exceptional measures are warranted to provide stability to markets”.

El comunicado explicó que Argentina atraviesa una coyuntura de falta de liquidez, pero con fundamentos sólidos y un enfoque fiscal prudente. El gobierno estadounidense, dijo Bessent, actuará con rapidez para garantizar su estabilidad. No se trata, pues, de afinidad personal sino de racionalidad geopolítica. Washington no está premiando un estilo, sino respaldando un marco de gobernabilidad basado en responsabilidad fiscal y respeto por los contratos.

El apoyo de Estados Unidos no responde a simpatías políticas ni a la amistad de Milei con Trump, sino a la comprensión de que su programa liberal es el único ancla de estabilidad institucional en la región. No es un rescate, es una apuesta. Una señal de que el orden liberal —tan desacreditado en América Latina— vuelve a ser, una vez más, la condición de posibilidad de la estabilidad.

El efecto fue inmediato: bonos en alza, el Merval fortalecido, el peso más estable. Mientras parte de la opinión pública argentina se distraía con la estética presidencial, los mercados leían la partitura de un nuevo orden fiscal. El concierto fue el ruido; el respaldo financiero, la armonía.

La aritmética del poder: la minoría de bloqueo

La próxima batalla no será cultural ni financiera, sino institucional. El 26 de octubre los argentinos elegirán a sus representantes legislativos, y ese resultado definirá si Milei podrá mantener su programa de gobierno sin ser bloqueado por mayorías populistas. Según la Constitución, para insistir en una ley vetada o derogar un decreto de necesidad y urgencia, se requiere el voto de dos tercios de los presentes en ambas cámaras. En Diputados, con 257 bancas, la oposición necesita 172 votos; basta que el oficialismo retenga 86 diputados para blindar el veto presidencial. En el Senado, la cifra clave es 25 sobre 72. Hoy La Libertad Avanza cuenta con 37 diputados propios. Su objetivo no es aún la mayoría, sino la minoría de bloqueo, el instrumento esencial de toda gobernabilidad republicana.

En una política acostumbrada al verticalismo, gobernar con límites, como es el caso de minoría para el bloqueo, se percibe como debilidad. Para el liberalismo, en cambio, es el núcleo mismo de la autoridad legítima: un poder que se autocontiene es un poder confiable. La gobernabilidad liberal no depende de mayorías automáticas, sino de reglas claras, coherencia fiscal y respeto por los contratos.

Gobernar sin mayorías: una hoja de ruta posible

A casi dos años de gestión, Javier Milei enfrenta la fase más decisiva de su mandato: no la del ajuste, sino la del crecimiento. La estabilidad se logró a fuerza de disciplina y coraje, pero una economía no se sostiene sólo con equilibrio contable. El desafío ahora es encender los motores de la producción sin renunciar al orden fiscal, demostrando que la austeridad puede ser plataforma de prosperidad, no su enemiga.

El punto de partida es reconocer que el superávit no debe ser una religión, sino una herramienta. Un país que está reconstruyendo su credibilidad puede tolerar un déficit transitorio acotado, siempre que ese desequilibrio acompañe una baja impositiva que estimule la inversión y el empleo. El exceso de ortodoxia, en economías frágiles, termina asfixiando al propio mercado que busca proteger. En cambio, una descompresión tributaria selectiva —centrada en sectores exportadores y productivos— puede liberar la energía privada y ampliar la base de recaudación por crecimiento.

Esa lógica abre una ventana estratégica para el Ejecutivo. El presidente podría avanzar con una reducción escalonada de retenciones a las exportaciones. Una medida de ese tipo no requiere reforma legislativa, pero sí tendría un fuerte costo político para cualquier bloque que intentara revertirla. La baja de impuestos, cuando se percibe como alivio a la producción, se convierte en un hecho político irreversible.

El Congreso puede vetar leyes; no puede vetar la evidencia de la prosperidad.

Desde allí puede desplegarse un reformismo conductual más amplio: crear incentivos para que producir sea más rentable que especular, sin esperar consensos imposibles. Eso incluye mantener una regla de previsibilidad fiscal —una especie de “ancla reputacional”— que obligue al Ejecutivo a justificar públicamente cualquier modificación de impuestos o tasas. No se trata de prometer inacción, sino de instituir un estándar de transparencia que discipline a futuros gobiernos.

Un gesto crucial sería habilitar la repatriación voluntaria de capitales bajo condiciones de inversión productiva y exención parcial. Y, en ese marco, la Argentina no tiene por qué someterse a los estándares moralistas de la OCDE, diseñados para consolidar un monopolio fiscal global. A un país empobrecido por su propio Estado no se le puede exigir que castigue al que escapó para sobrevivir.

Basta con que los fondos provengan de bancos reconocidos de Estados Unidos o Europa, bajo normas básicas de trazabilidad.  El resto debe ser asunto interno: la confianza no se reconstruye con persecución, sino con respeto. Los capitales no huyeron por culpa del egoísmo, sino porque el Estado argentino convirtió el esfuerzo en delito.

De la misma manera, la apertura de un régimen laboral flexible para sectores tecnológicos y exportadores puede crear empleo formal sin reformar la ley general. Pequeñas islas de libertad regulatoria pueden generar más crecimiento que mil discursos sobre productividad.

En el frente financiero, un canje voluntario de deuda por participación en proyectos de infraestructura —como el que impulsó Chile en los años 80— permitiría reducir pasivos y atraer capital extranjero sin recurrir a nuevo endeudamiento. No se trata de vender el Estado, sino de reconvertir su pasivo en inversión tangible.

La idea de fondo es clara: cuando no se pueden cambiar las leyes, se pueden cambiar los incentivos. Y cuando los incentivos cambian, la política se ve obligada a seguirlos. Si gastar deja de ser rentable, si exportar vuelve a ser viable, si invertir se convierte en un acto racional y no heroico, la cultura económica del país empieza a girar sola. Ese es el poder silencioso del ejemplo liberal: transformar la conducta antes que la norma.

La economía argentina no se reactivará con decretos, sino con confianza. Y esa confianza sólo aparecerá cuando los ciudadanos perciban que el esfuerzo empieza a valer la pena. Nada de esto requiere una mayoría parlamentaria: requiere coherencia, visión estratégica y un uso inteligente de los instrumentos ejecutivos. Si Milei logra mantener ese equilibrio entre rigor fiscal y flexibilidad productiva, puede legar algo más duradero que un plan económico: una cultura del límite y del mérito.

En el plano político, el desafío de Milei no es seducir a la clase dirigente, sino disciplinarla por contraste. Un presidente que se sostiene sin ceder privilegios erosiona el cálculo de quienes esperan su caída para volver al despilfarro. En el plano social, su rol no es regalar prosperidad, sino hacer posible el mérito: restablecer el vínculo entre esfuerzo y resultado.

Chile, que se prepara para un cambio de ciclo, debería mirar con atención esta experiencia. Quien llegue al poder, heredará un escenario similar: una ciudadanía agotada de la política, instituciones rígidas y un clima adverso al riesgo. La lección argentina es clara: cuando las reformas no se pueden aprobar, se deben provocar. Cambiar leyes es deseable; cambiar conductas, imprescindible. En eso, y sólo en eso, radica la verdadera revolución liberal del siglo XXI.

La anomalía Milei

Milei es, en muchos sentidos, una anomalía política. Su estilo histriónico desconcierta a quienes confunden formalidad con moderación. Pero su gobierno representa una revolución silenciosa en el modo de ejercer el poder: no busca ampliarlo, sino restringirlo con reglas y coherencia. Mientras la región gira nuevamente hacia el estatismo, Milei intenta demostrar que un país puede estabilizarse no gracias al Estado, sino a pesar de él. El respaldo de Estados Unidos no es un premio a su personalidad, sino a su programa. Las elecciones legislativas definirán si puede consolidar el espacio político necesario para sostenerlo, pero incluso sin mayorías absolutas, el camino está delineado: reconstruir la confianza desde la austeridad, abrir la economía al capital, limitar la voracidad fiscal y federalizar la responsabilidad del gasto. Milei puede ser ruidoso, pero su objetivo es el orden. Y en un continente donde la épica del gasto ha sustituido al trabajo de la libertad, esa búsqueda del orden es, paradójicamente, la forma más radical de rebeldía. (El Líbero)

Eleonora Urrutia