¿Por qué María Corina y no Trump?

¿Por qué María Corina y no Trump?

Compartir

¿Merecía el premio María Corina en vez de Trump? Esa pregunta parece obvia en momentos en que Trump parece haber conseguido un logro que, al menos por sus resultados, hay que aplaudir: el cese del fuego y el próximo cese de la ofensiva israelí en Gaza. María Corina, en cambio, no exhibe logros a esa altura, puesto que la democracia en Venezuela no asoma siquiera y Maduro sigue allí, locuaz e inamovible.

A la luz de los resultados, no cabe duda de que son mayores los de Trump.

Pero María Corina lo merecía más. Y para advertirlo, hay que dar un breve rodeo.

Solemos creer (es lo que surge intuitivamente) que el valor de una acción o una conducta, o incluso de una vida, deriva de lo que con ella se obtiene. Así, aplaudimos con fervor a quien hizo un descubrimiento incluso si es fortuito, y no, en cambio, a quien lo buscó con paciencia y vocación, sacrificando cosas habitualmente valiosas, pero sin lograrlo. O aplaudimos admirados al atleta que dotado por el azar natural nació con condiciones espléndidas para correr y saltar, hacer malabares con una pelota o nadar. Y, en cambio, nos deja habitualmente indiferente quien, siendo naturalmente un alfeñique desgreñado y torpe, se esmera, sin embargo, en correr rápido, saltar alto, sorprender con una jugada ensayada mil veces, o nadar con fluidez sin, empero, lograrlo. O nos produce admiración el estudiante a quien todo le resulta casi sin esfuerzo, con la naturalidad de la respiración, y en cambio pasamos por alto a aquel que se esfuerza y transpira para aprobar apenas la asignatura sin alcanzar el brillo del anterior.

En suma, casi siempre atendemos a los resultados y no a la conducta para encomiar y aplaudir y celebrar a alguien.

Nixon, republicano como Trump, en su discurso de despedida, recordó a su padre. Era, dijo, un hombre común y corriente. Y nadie, sugirió, escribirá un libro sobre él. Pero, agregó, era un gran hombre, porque hacía su trabajo, y cada trabajo cuenta al máximo, pase lo que pase. En ese discurso —en medio de su derrota—, Nixon cayó en la cuenta de que lo que importaba era la conducta más que el resultado.

Y tenía razón.

Olvidamos que la virtud consiste no en el logro, sino en el obrar, no en el premio, sino en el cumplimiento del deber. María Corina ha insistido, con porfía de creyente y sin traicionar los valores que promueve, en la democracia para Venezuela. No lo ha logrado; pero su ejemplo muestra a izquierda y a derecha en qué consiste el obrar de acuerdo con las propias convicciones, promoviendo, como ella lo ha hecho, la democracia con las manos desarmadas. Ella es, como debieran ser todos quienes reciben el Nobel de la Paz, una profeta desarmada, para usar la frase famosa (que Maquiavelo, sin embargo, emplea con cierto desdén). Trump, en cambio, es un profeta armado y alguien que necesita permanentemente atraer, a costa de tuits, amenazas y también de logros, claro está, la mirada sobre sí.

En la “Ética nicomaquea”, Aristóteles se representa la vida buena, la vida bien vivida, como un arquero que apunta a un blanco. La imagen puede entenderse en dos sentidos. En uno de ellos, la buena vida aparece como la vida que obtiene un logro, que alcanza un resultado valioso, la vida que acierta, para seguir con la imagen, en el blanco. En el otro, la buena vida aparece como la vida que se esmera en acertar, que se estira y se esfuerza por alcanzar el blanco, con prescindencia de si lo alcanza o no. En la primera imagen, se atiende al resultado; en la segunda, a la conducta que se ejerce.

Por supuesto, si nos ceñimos a la primera imagen, el premio lo merecería Trump; pero si nos atenemos a la segunda, no cabe duda de que lo merece María Corina.

Solemos olvidar que la vida social descansa sobre el ejercicio de la conducta virtuosa y el deber bien ejecutado, y no en el discurso grandilocuente y amenazante; en la buena conducta sostenida contra viento y marea más que en el logro fulgurante que casi siempre es fruto del azar o de la fuerza. (El Mercurio)

Carlos Peña