De la razón absoluta o la absoluta sinrazón

De la razón absoluta o la absoluta sinrazón

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Los resultados de los dos plebiscitos constitucionales realizados en el país durante el actual Gobierno nos han mostrado una cualidad sico-social que no solo caracteriza al país en su actual composición social, política, etaria y económica, sino que, además, se presenta como un valor que la historia refrenda en diversas etapas de nuestro desarrollo como comunidad nacional: la prudencia y moderación ciudadana mayoritaria que ha evitado no pocas veces llevar nuestras diferencias hasta la “ultima ratio”, talvez porque es esa mayoría la que, cuando ese seguro social ha fallado, es la que vive las lamentables consecuencias de la violencia salvaje y desregulada.

El pulso emotivo que subyace en aquella positiva condición es, por cierto, la supervivencia y la natural preferencia humana por el confort antes que la intranquilidad, por la relación amistosa antes que la hostilidad, el odio y malquerencia. Un estado del alma sin rugosidades que, en general, “no busca razón, sino solo sentido común” y que expresa aquella diferencia profunda entre el ajeno pensamiento abstracto y la propia sabiduría práctica. No se trata de renunciar al razonamiento, pero en cuestiones de poder político, el sentido común pone en discusión aquel exceso de lógica teórica -llamado también consistencia, coherencia o consecuencia- que si bien se valora como costumbre -nobleza o porfía- aleja a sus promotores de la realidad cotidiana.

El moderado aplaude, pues, el equilibrio que otorga un Estado con una clase política que no abusa de su poder legítimo explotándolo para su propio beneficio y ahogando la actividad libre de la ciudadanía con excesivas normas y tributación expropiatoria. También elogia a una elite económica que no aproveche de su poder para conducir la política o a los políticos, para eliminar, vía colusiones o monopolios, a competidores más débiles y así poder esquilmar a los consumidores. Es decir, la moderación entiende lo social como el justo contrapeso de poderes político y económico pues, cuando ni uno ni el otro se impone, tal acuerdo termina favoreciendo la buena vida de la mayoría ciudadana.

Y es que buscar razón implica las más de las veces apelar a argumentaciones complejas, principios filosóficos o explicaciones que justifiquen cierta posición intelectual o moral. En cambio, el sentido común invita a intentar comprender el mundo desde la mera experiencia compartida, a partir de lo que resulta comprensible para la mayoría, sin necesidad de racionalizar en exceso.

“No busco razón, sino sentido común”, sugiere así una crítica hacia aquellos que, en nombre de la razón, pierden contacto con lo propiamente humano. Es el caso de los gobiernos de extremos ideológicos o teocráticos, ambos en que salvadores laicos o imanes iluminados desplazan al sentido común, a ese justo equilibrio entre pensamiento y empatía, entre lo correcto en teoría y lo funcional en la práctica, por normas que, más allá de toda evidencia, deben obedecerse con dolor y sangre.

Llamar al sentido común es, pues, una convocatoria a la prudencia, a volver a lo esencial, a entender que no siempre se necesita una verdad absoluta para actuar con coherencia. Una postura que, en la polarizada política de hoy, obscurece los múltiples llamados de la cordura -palabra que proviene de “corazón”- y que invita al fin del “incordio” y la búsqueda “cordial” de acuerdos en una renovada amistad cívica que recupere confianzas y permita un nuevo período de crecimiento, seguridad y oportunidades al país y su ciudanía.

Ni buscar razón, ni consistencia lógica, ni la llamada consecuencia, sino sentido común, debería entenderse como una honesta declaración de humildad intelectual y emocional: una preferencia por la claridad simple y compartida con el ciudadano de a pie, frente a los debates interminables de elites que alejan a las personas de lo importante y que algunas, por su juventud, arrogancia o simple incapacidad emocional, no logran reconocer la primacía de la experiencia vital concreta y compartida por el ciudadano común por sobre las abstracciones puramente racionales del universitario deslumbrado por el discurso recién aprendido en el aula.

Mirar las situaciones desde el sentido común importa, pues, una revalorización del ser humano como sujeto situado en el mundo cotidiano y no como mero ente pensante desligado de la vida práctica. Cuestiona, además, la visión del ser como una entidad racional aislada y afirma, en cambio, una ontología relacional y experiencial, donde el ser se define a partir de su interacción con los otros y con la realidad común.

El “sentido común” representa un modo de ser-en-el-mundo, coherente con la finitud y la condición humana. No busca taladrar el misterio, lo absoluto, sino lo comprensible, lo compartido, lo vivible, oponiendo la experiencia vital al ideal del sujeto abstracto y universal de la razón pura: busca alcanzar el ser situado, práctico y sensible, que encuentra su autenticidad en lo común y que habita su entorno sin excepcionalidades.

Apostar al sentido común es, pues, una crítica al conocimiento puramente racionalista o teórico que tantas veces se invoca en la política joven cargada de “nuevas teorías y concepciones de la igualdad, fraternidad, la justicia y, en fin, del mundo” entendidos como valores que dibujaron la sociedad junto con su propio despertar de conciencia y que, por su generalidad, no explican ni cambian nada.

Apostar al sentido común reivindica un saber práctico, prudente y contextual para el que, en todo caso, la experiencia vital es indispensable. Se trata de un modo de conocer que se apoya en una forma de conocimiento empírico e intersubjetivo, sustentado en vivencias múltiples y cotidiana y en la validación social del saber; aquel que, en política, surge desde la relación del líder con la ciudadanía, sus sueños y dolores, versus aquellos salvadores político morales de escritorio que basan su discurso y poder en la pura argumentación, deducción lógica y afirmación de verdades universales.

Se trata, en definitiva, de un enfoque que se acerca al saber práctico (phronesis), en el sentido aristotélico: una sabiduría que permite actuar bien en situaciones concretas, más que teorizar sobre lo que debería ser. Una forma de conocimiento más humana y equilibrada, donde la razón no desaparece, pero se integra con la empatía, la prudencia y la comprensión del entorno, cuestiones tan necesarias para el buen político.

Es, en fin, una epistemología moderada, dialogante y contextual, que invita a un pensamiento que reconcilia el saber con la vida, la lógica con la empatía y la teoría con la práctica cotidiana, frente al exceso de abstracción que deshumaniza el pensamiento cuando, ajeno a la moderación, prudencia y respeto por los demás, se organiza para imponer ideales teóricos que terminan adorados por sobre el bienestar de la persona humana, el único y sustantivo objetivo de la acción política. (Red NP)