Michelle Bachelet en 2013 obtuvo 46,7% de los votos en primera vuelta y luego le ganó a Evelyn Matthei con 62,17%, generándole a los suyos la impresión de una victoria arrolladora, pasando por alto el hecho de que en la segunda vuelta se restaron de votar 1,1 millones de electores.
El gobierno de Bachelet actuó como si su compromiso de reformas estructurales hubiera sido escuchado y acogido por la gran mayoría de los chilenos y resulta que a poco andar el contenido de los cambios impulsados alienó el apoyo de la clase media al gobierno y a la propia presidenta.
Sebastián Piñera en la primera vuelta de 2017 alcanzó apenas 36,64% de los votos, pero el 54,57% de la segunda vuelta contra Guillier llevó a pensar al presidente y sus partidos que la sociedad chilena demandaba con fuerza la reversión de las reformas de Bachelet y resulta que un año después el gobierno se enfrentaba a la mayor y más violenta movilización social de la que se tenga recuerdo.
Gabriel Boric, por su parte, es el primer candidato que se convierte en presidente sin haber ganado la primera vuelta, en la que llegó segundo a 2,1 puntos de Kast y con sólo 25,82% habiendo votado su liderazgo y su programa de cambios estructurales.
Sin embargo, el 55,87% de la segunda vuelta presidencial hizo pensar a los suyos y al propio mandatario que la mayoría abrumadora de los chilenos había votado por reformas estructurales, y resulta que sólo 6 meses después éstas serían derrotadas categóricamente en el plebiscito a la constitución refundacional propuesta por la Convención.
Javier Milei, en el país vecino, también arribó en primera vuelta detrás del candidato peronista con 29,99% de los votos, pero como 55,65% lo votó en la segunda vuelta, su gobierno actuó como si los argentinos le hubieran concedido un cheque en blanco para transformar el país y antes de terminar el segundo año de su mandato, cae en la cuenta de que su enfoque para Argentina no es mayoritario y debe conversar sus reformas con otros actores políticos y también con el sentido común dominante.
Volverá a ocurrir en noviembre próximo que quienes pasen a segunda vuelta serán liderazgos y propuestas apoyadas por una franja minoritaria de electores, en el mejor de los casos en torno a un tercio de los votantes.
En la segunda vuelta buena parte de los electores vota contra la propuesta y el liderazgo que no desea ver instalado en la presidencia, aunque no esté convencida ni se identifique con la propuesta de aquel, por el que opta como el mal menor.
Si se asume cabalmente esta realidad de las segundas vueltas y no se dejan encandilar por el espejismo del resultado favorable, el ejercicio presidencial se alejará de la soberbia y el atrincheramiento, privilegiando el diálogo con otras fuerzas políticas para lograr acuerdos amplios, la búsqueda de sintonía ciudadana y de comunicación permanente de sus iniciativas para ampliar su base de apoyo, en lugar de buscar el aplauso fácil de sus partidarios más entusiastas.
En una democracia plural como la nuestra, todos los gobiernos serán minoritarios, nadie tendrá mayoría propia en el congreso y en la sociedad como lo tuvo la Democracia Cristiana en 1965. Gobernar implicará siempre la articulación de mayorías frágiles, muchas veces a geometría variable según de qué iniciativa se trate, y en campaña permanente hacia la sociedad para mantener y ampliar la base social de apoyo a sus proyectos.
Las lunas de miel son cada vez más cortas. Si antes la ciudadanía esperaba un año a los gobiernos para aquilatarlos, no habían pasado tres semanas cuando el presidente Boric ya tenía más rechazo que adhesión en las encuestas.
El próximo gobierno tendrá éxito sólo si se propone de veras convertir en desafíos nacionales, completamente transversales, las tareas principales que la situación actual y la ciudadanía de manera amplia le impone, que son el retroceso de la inseguridad, el control de la migración y la recuperación del crecimiento económico. (Ex Ante)
Pepe Auth



