El pensamiento y la política de Charles Kirk se situaban en las antípodas de los míos, pero su asesinato me ha lastimado tanto como a cualquiera de sus seguidores. Porque quien apretó ese gatillo debe saber que no estaba asesinando a un rival o a un enemigo: estaba asesinando la democracia.
Ningún ser humano, en ningún lugar del mundo, debe ser objeto de violencia ni despojado de su libertad o asesinado por lo que piensa, por lo que dice o por la forma como dice lo que piensa. Aceptar la existencia del otro con el color de su piel, con sus costumbres y sobre todo con sus ideas y creencias es tolerancia. Y la tolerancia es, quizás, el otro nombre de la democracia.
La democracia es el producto humano que más ha costado a los seres humanos construir. Tardó siglos en desarrollarse y aún está en proceso de perfeccionamiento. Y lo grandioso de ese producto es algo tan simple que puede resumirse en dos prácticas elementales: el diálogo y los acuerdos. Dos prácticas que hoy quizás nos parecen simples o naturales, pero que la humanidad tardó hasta hoy en imponérsela a sí misma. Porque la historia de esta humanidad nuestra, a lo largo de los siglos, ha sido una en que esos principios casi nunca han estado presentes. Sí, como demuestran las evidencias conocidas, la existencia de los seres humanos sobre la faz de nuestro planeta se remonta a doscientos o trescientos mil años, la práctica del diálogo y la voluntad de llegar a acuerdos sobre la base de ellos, como norma esencial de nuestra convivencia, cubre una parte infinitamente pequeña de esa existencia. Y es tal vez su presencia tan reciente la que los hace precarios y débiles. La que los hace vulnerables a los embates de otros rasgos humanos que nos llevan a rechazar el diálogo como enemigo de nuestras verdades y, con ello, a negar el acuerdo y la construcción de una civilización común, compartida por todos y todas quienes nos sentimos parte de la humanidad.
Quien asesinó a Charles Kirk quizás creía que combatía la incivilidad y hasta puede haber concebido la idea de que hacía algo positivo. Esa, es necesario decirlo, es la más monstruosa de todas las posibles ideas que un ser humano pueda concebir. Pensar que el crimen es un instrumento civilizatorio, que la violencia es un instrumento legítimo para imponer la convivencia no sólo niega todo lo que como humanidad hemos logrado edificar para hacernos más humanos, más capaces de convivir y construir futuros comunes, sino que nos hace retroceder en ese esforzado camino.
Lo que el asesino logró no fue sólo acabar con una vida: su bala no sólo asesinó a un hombre, sino que hirió de muerte a todos los seres humanos que manifestaban su humanidad a través de él. A todos los seres humanos que han alcanzado el derecho a expresar sus ideas -ideas que naturalmente no tienen por qué agradar o ser compartidas por todos- y que han alcanzado, también, el derecho a expresarlas en su propio lenguaje y con sus propias palabras, aunque su lenguaje y sus palabras no sean compartidas por todos. Ese asesino cometió el error tan común a todos quienes se alejan de la democracia -y entre ellos los hay quienes creen que de ese modo la defienden- de creer que asesinando a un ser humano se terminan, se asesinan, también sus ideas.
Las ideas nunca mueren. El pensamiento, la producción de ideas -buenas y malas, positivas o negativas, agradables o desagradables a nuestra razón- son en definitiva permanentes, porque son producto de la inteligencia humana y la inteligencia es la esencia misma de lo humano. La inteligencia, y las ideas que ella produce, sólo desaparecerán cuando desaparezca el último ser humano. De ahí también el enorme valor de la democracia, ese método creado por la misma inteligencia para evitar que las ideas se conviertan en el pretexto para nuestra autodestrucción. El método que permite que las ideas dialoguen entre sí, convivan y contribuyan, como efecto de ese diálogo y de esa convivencia, a desarrollar un mundo mejor para todos y todas.
Democracia es lo que practicamos acá mismo, en las páginas virtuales de El Líbero, quienes expresamos nuestras ideas y opiniones y quienes, en estas mismas páginas, las critican, las rechazan, las apoyan o las complementan con las suyas propias. Esa forma de convivencia y progreso fue también alcanzada por la bala que asesinó a Charles Kirk.
Por eso, también a nosotros, desde Chile, y cualesquiera sean nuestras propias ideas y nuestro punto de vista respecto de las ideas de Charles Kirk, nos corresponde repudiar ese crimen, que es también un crimen en contra de la democracia. Repudiarlo sin matices ni condiciones y desear que su efecto, el asesinato de la democracia, no sea logrado; que en Estados Unidos la democracia termine por imponerse anulando así el propósito último del asesino. Y desear lo mismo para nuestro país: desear que la tolerancia y el diálogo pervivan y seguir haciendo todo lo que esté a nuestro alcance para lograrlo. (El Líbero)
Álvaro Briones



