La democracia, en su esencia, se apoya en un principio sencillo pero poderoso: el gobierno de las mayorías y respeto por las minorías expresadas en elecciones periódicas e informadas. Sin embargo, la experiencia reciente de Chile ha puesto en evidencia que la dinámica social y mediática está influyendo de manera decisiva en la configuración de nuestro Congreso, con resultados que generan preocupación ciudadana respecto de la calidad de la representación.
La masificación de la información a través de la televisión, la radio, la prensa y, más recientemente, las redes sociales, ha cambiado la forma en que los electores perciben a sus candidatos. El conocimiento público se traduce en confianza, y la confianza en votos. Así, los partidos políticos, en lugar de priorizar trayectorias de servicio, conocimiento legislativo o experiencia técnica, tienden a levantar candidaturas basadas en notoriedad mediática. El resultado ha sido la proliferación de figuras provenientes del espectáculo, el periodismo, las redes sociales o incluso de la protesta más estridente.
El problema no radica en la diversidad de orígenes -lo cual puede enriquecer la deliberación democrática-, sino en la ausencia de filtros institucionales y culturales que garanticen que quienes llegan al Parlamento cuenten con las competencias mínimas para ejercer una labor compleja y de alta responsabilidad. El Parlamento no es un escenario televisivo ni una red social ampliada: es el espacio donde se definen las reglas del juego colectivo de una sociedad democrática.
La pregunta entonces es: ¿cómo recuperar la calidad de la representación sin caer en elitismos que excluyan voces legítimas?
Un camino viable consiste en reforzar los requisitos y mecanismos de selección de candidatos, no a contar de la censura, sino desde la formación y la institucionalidad. La experiencia internacional muestra al menos tres medidas que pueden contribuir significativamente.
Instalación de una escuela de formación cívica obligatoria para candidatos. Al igual que como ocurre en profesiones que exigen acreditación como la medicina o la propia abogacía, quienes deseen postular a cargos de representación deberían cumplir con una capacitación mínima en materias constitucionales, legislativas y éticas. No se trata de limitar la participación, sino de asegurar que quienes lleguen al Congreso entiendan cabalmente su rol y responsabilidades.
Exigencia de una primarias internas más robustas y vinculantes en los partidos. Hoy, la lógica del marketing domina muchas nominaciones. Fortalecer procesos internos, con mayor participación de militantes y mecanismos de deliberación programática, permitiría que los candidatos no fueran solo “caras conocidas”, sino representantes validados por sus propias comunidades políticas en tanto sus liderazgos como en su nivel de conocimiento político y cívico.
Desarrollo de sistemas de evaluación ciudadana permanente. La transparencia debe transformarse en un control social efectivo. Plataformas públicas y de fácil acceso podrían mostrar indicadores de asistencia, votación, propuestas presentadas y participación distrital de cada parlamentario, de modo que el elector vote en la siguiente elección no solo por carisma, sino por resultados que arroja su actividad parlamentaria.
El dilema actual no es una “crisis de democracia”, sino una tensión coyuntural entre la lógica del espectáculo y la lógica institucional. La democracia chilena no necesita menos participación ni más filtros elitistas; necesita más mecanismos inteligentes que permitan que la pluralidad se exprese, aunque con estándares mínimos de preparación, responsabilidad y compromiso.
De esa manera, se puede avanzar hacia un Congreso que no solo represente la diversidad de la sociedad, sino que, además, recupere la confianza de los ciudadanos al demostrar que es capaz de legislar con seriedad, eficacia, eficiencia y visión de futuro. (NP)



