Hoy, 23 de agosto, se cumplen 100 años del nacimiento de mi padre, Edgardo Boeninger.
Es difícil resumir en pocas palabras lo que significó su vida y lo que dejó como legado, porque él fue muchas cosas a la vez: servidor público, académico, político, rector, ministro, senador, autor, pero también un hombre con una historia personal marcada por las dificultades, que supo sobreponerse con resiliencia y, sobre todo, con un enorme sentido del humor.
Su infancia no fue fácil: la orfandad temprana y las privaciones podrían haberlo endurecido, pero lo convirtieron en alguien fuerte y sensible a la vez, con una capacidad única para empatizar con los demás. Aprendió desde muy joven que la vida se construye con esfuerzo, y esa fuerza la volcó siempre al servicio de Chile. Nunca perdió, sin embargo, la chispa de su risa, la ironía elegante, el comentario agudo que hacía más llevaderas las tensiones de la política y de la vida.
En lo público, fue el arquitecto de la transición a la democracia. Desde la Secretaría General de la Presidencia en el gobierno de Patricio Aylwin, contribuyó a que el país pudiera reencontrarse tras años de dictadura, con un estilo de política basado en la persuasión, la negociación y la confianza mutua. No buscaba brillar con estridencias, sino construir silenciosamente las condiciones para que las instituciones funcionaran y la democracia se afianzara.
Antes de eso ya había sido un hombre de la educación. Como rector de la Universidad de Chile defendió la autonomía universitaria y apostó por la enseñanza como herramienta transformadora para un país más justo. Siempre creyó que sin educación no hay cohesión social posible, ni oportunidades reales para los jóvenes.
Como senador, académico y autor de libros fundamentales, reflexionó sobre la gobernabilidad y la calidad de la política, anticipando debates que hoy siguen vigentes. Su mirada siempre estuvo puesta en el largo plazo: sabía que gobernar no era simplemente administrar lo inmediato, sino pensar el futuro con responsabilidad.
Quienes lo conocieron destacan su sobriedad, rigor intelectual, seriedad en el trabajo y al mismo tiempo su humanidad cercana: su cariño por la familia, su capacidad de escuchar, su risa fácil. Ese equilibrio entre firmeza y calidez es parte de lo que más lo hacía único.
Como hija, me enorgullece recordar todo esto en su centenario, porque su legado no pertenece solo a nuestra familia, sino también a Chile. Es el legado de un hombre que demostró que se puede hacer política con altura de miras, que se puede enfrentar la adversidad con resiliencia, y que incluso en medio de las tensiones más grandes, siempre hay espacio para la sonrisa y el buen humor.
Por eso quiero invitar a todos quienes lo recuerdan con cariño y admiración a acompañarnos en el homenaje a su centenario, que realizaremos el martes 2 de septiembre en el Salón de Honor de la Universidad de Chile a las 8.30 am.
A quienes aún no se han inscrito, les comparto la invitación y el link de inscripción. (Red NP)
Iris Boeninger



