Al volver victoriosos de la guerra, las legiones latinas desfilaban henchidas de orgullo por Roma. Según la tradición, un esclavo acompañaba a los centuriones susurrándoles la máxima «Memento mori». De esta manera, se les recordaba a los oficiales que, pese a su gloria transitoria, algún día ellos, así como sus adversarios, también morirían. Más allá de otras lecturas que se han hecho, la frase buscaba evitar que los soldados del César sucumbieran a la hybris o el orgullo desmedido, lo cual era visto como una ofensa a los dioses.
La conciencia sobre nuestra finitud ha acompañado al ser humano desde sus orígenes. En su libro Bajo el árbol de los toraya, Phillipe Claudel cuenta cómo, en las montañas de la isla Célebes, en Indonesia, los toraya depositan los cuerpos de los bebés fallecidos en el interior de árboles centenarios. Poco a poco los gigantes verdes los envuelven y se nutren de ellos, de manera que, al crecer, el árbol conduce a los niños hacia el cielo, un símbolo escultórico mediante el cual se mantienen próximos los seres amados que ya no están.
En el Antiguo Egipto los ritos fúnebres podían durar 70 días. La momificación no se agotaba en la preservación del cuerpo, pues en torno a ella gravitaba toda una liturgia: durante el tiempo de luto, la familia y la comunidad se reunía con regularidad para recitar textos sagrados y, desde el recuerdo, mantenían vivo a quien comenzaba su viaje al más allá.
Los mexicas, en Mesoamérica, creían que cada individuo portaba un tonalli (alma-calor) que tras el deceso se integraba en la eterna danza cósmica, proyectándose el fallecimiento como una metamorfosis necesaria. Su calendario incorporaba rituales específicos para honrar a los muertos, como el Toxcatl, en el que se elegía a un joven que durante un año vivía como un dios, pero luego del cual era sacrificado. Esto último refleja hasta qué punto los mexicas vivían con la convicción de que la conciencia de la muerte sacralizaba cada momento de esta vida.
El miedo a la muerte, por su parte, es comprendido por el budismo tibetano como una manifestación del apego egotista. De allí que el Bardo Thodol o “Libro Tibetano de los Muertos” sea, más que un texto funerario, un manual de vida, pues con él los tibetanos se preparan para la muerte. Mediante el ejercicio de phowa (transferencia de conciencia), los practicantes aprenden a morir en vida, liberándose con ello del miedo y del apego a lo sensible. Cabe señalar que estos ‘ejercicios’ de muerte consciente también constituyeron una práctica para los estoicos, tan de moda hoy en día.
Sin embargo, dicha conciencia se ha visto trastocada en los últimos siglos. En su obra Historia de la muerte en Occidente, Philippe Ariès describe cómo, a partir del siglo XVIII, la muerte pasó de ser un fenómeno doméstico, presente y comunitario a una práctica ‘prohibida’, medicalizada e incluso vergonzante.
Los muertos solían, como Iván Ilich, morir en su casa. En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Raine María Rilke narra cómo la muerte irrumpía acompasada con la lentitud propia de esa vida doméstica, por lo que se convivía con ella regularmente, puesto que no se trataba de un territorio exclusivo de la religión ni de la ciencia. Estaba allí, en las habitaciones de las casas, y la gente estaba habituada a ver a los muertos.
Sin embargo, de la mano del progreso científico y de la sanidad, la modernidad cultivó la fantasía de que la tecnología podía ‘resolver’ la muerte, o a lo menos espantarla de nuestra cotidianidad lo máximo posible. El aumento en la esperanza de vida, la disminución de la mortalidad infantil y la masificación de la ganadería fuera de los centros urbanos han hecho que la muerte sea algo que no vemos ni escuchamos, pues incluso hemos llegado a inventar nombres para los cortes de carne, olvidando que esos músculos son los mismos nuestros.
Lo que otrora fuera un proceso prolongado en el tiempo que se vivía junto a otros, se acotó a espacios cerrados y se redujo a días contados. Los ‘duelos’ pasaron a entenderse como caminos individuales que deben ser procesados en la soledad de nuestro dolor. Paradójicamente, al negar la muerte, Occidente empobreció la vida. Al olvidar la conciencia de que somos seres ‘arrojados a la muerte’, como lo entendió Heidegger, pensar en nuestra condición mortal se volvió incómodo y ansioso. Por esto, el filósofo alemán comprendió que una vida auténtica es aquella que enfrenta la angustia inevitable que la reflexión sobre la muerte supone.
Solemos olvidar la profundidad que subyace a las palabras. Quien reside un lugar, lo mora, y morar extiende su raíz a mortem: somos residentes de la Tierra porque morimos. Sin la muerte, la vida, sencillamente, no podría ser colmada, y vanos serían todos nuestros esfuerzos por plegarla de sentido. Toda narración con que intentamos justificar nuestras vidas y fundamentar el contenido de nuestros actos y decisiones adquieren significado ante la ineludible constatación de que sí, algún día moriremos.
Al no temer la presencia de la muerte en nuestra mesa, opera en nosotros la dulce rendición inherente a la no-resistencia. En El año del pensamiento mágico, Joan Didion reflexiona hasta qué punto mantener a los muertos con nosotros es reflejo de un apego a la tenencia. Pero, concluye, ‘si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos, dejarlos muertos’. Saber esto, claro está, no hace que resulte más fácil dejar que se los lleve el agua. Saber que debemos dejar partir no nos desprende de ese dolor, como dice Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé, “que se agrupa en mi costado/ que, por doler, me duele hasta el aliento”, ni quita la dificultad que supone consentir que es el río del tiempo quien debe ganar.
Dejar que se los lleve el agua es comprender la necesidad que los muertos tienen de su propio descanso, y al permitírselos también nosotros lo hacemos, pues habilitamos la germinación de la serenidad y la ecuanimidad, a la vez que asumimos nuestra parte en la danza del cosmos.
Probablemente ni los mexicas, ni los egipcios, ni los romanos, ni los tibetanos podrán extirpar la tormenta “de piedras, rayos y hachas estridentes”, ni saciar la sed por abrazar y besar a un hijo, a un hermano, a un marido, a una madre o a ese sagrado amigo a quien temprano la muerte levantó. Pero su partida nos ofrece, no sin exigencia, concientizar la responsabilidad por vivir humanamente. Nos enseñan, a fin de cuentas, a aprender a morir, pues permiten que nos abramos a la escucha del esclavo. Ella no es una condena, sino más bien una llave, condición de posibilidad de la libertad inherente a todo inicio: porque morimos es que la vida se despliega como un lienzo en donde podemos bosquejar una historia con sentido. (El Líbero)
Pedro Villarino F.



