Diagnóstico preliminar

Diagnóstico preliminar

Compartir

En el panorama político en Chile asoma un peligro que es imprescindible conjurar. Como las urgencias son tantas (la de seguridad entre ellas, como lo recuerda la fuga de esos criminales en Valparaíso a vista y paciencia de quienes tenían como deber evitarlo) existe la tendencia a valorar las candidaturas presidenciales solo por las propuestas inmediatas que formulan para resolverlas. Esa tendencia es, claro está, comprensible; pero en las elecciones también se debe juzgar el compromiso de los contendientes con las instituciones.

En particular el compromiso con la democracia liberal.

Una distinción de Ortega y Gasset —citada por Hayek, dicho sea de paso— ayuda a comprender el problema. Se trata de la distinción entre democracia y liberalismo. Cada uno de ellos, dijo Ortega, responde preguntas distintas. La democracia responde la pregunta ¿quién gobierna? Y la respuesta es quien logre para sí la adhesión de la mayoría. El liberalismo, por su parte, responde la pregunta qué límites posee el poder. La respuesta en este caso es un conjunto de derechos de los ciudadanos que ningún cálculo de utilidad podría sobrepasar.

La suma de ambas configura lo que suele llamarse democracia liberal.

Hay entonces políticos, o políticas, demócratas; pero iliberales. Y hay liberales que no son demócratas. Y hay quienes no son ni lo uno ni lo otro.

Desde luego, en la actual competencia todos quienes compiten son incuestionablemente demócratas en la medida que todos han sostenido que el poder debe corresponder a quien designe o señale la mayoría. Pero aquí comienzan los problemas. Porque los procesos de formación de las mayorías pueden ser sociales (movimientos sociales, la calle desplegada mediante diversos recursos) o electorales (luego de un proceso formal de competencia regulada). Un demócrata liberal adhiere a lo segundo; pero no a lo primero. Cree que el proceso de formación de mayorías debe ser el fruto de un proceso competitivo formal, mediante elecciones libres y luego de un esfuerzo por hacer el escrutinio racional de las opciones en pugna. La idea de que hay mayorías sociales que no se reflejan en el proceso electoral —motivo por el cual puede preferírsela a la que resulte de este último— no es propia de un demócrata liberal. Un demócrata liberal cree que la voluntad de la mayoría debe ser el resultado de un proceso competitivo en medio del cual exista deliberación racional acerca de las opciones en juego. Esta convicción alcanza tanto a la forma de elegir al jefe de gobierno (la elección presidencial) como a la forma de adoptar decisiones generales (la formación de las leyes).

Si se somete a los candidatos y candidatas a ese test, un resultado aproximado sería el que sigue.

Jeannette Jara (Jeannette Jara, no la coalición que la apoya) pertenece a una larga tradición que afirma que en la democracia cumple un papel central la formación de mayorías sociales, distintas a las meramente electorales. Esto es lo que explica su afirmación de que Cuba tiene una democracia, solo que distinta. Tampoco es, desde luego, liberal en el sentido político, aunque en su coalición la mayoría lo es de manera incuestionable. José Antonio Kast, por su parte, es demócrata en el sentido que adhiere a la idea de que el poder corresponde a quien tenga la mayoría; pero no es liberal. Y ello no solo porque no cree en el valor irrestricto de la autonomía personal en la esfera de las decisiones morales, sino porque relativiza además (siguiendo la estela de la derecha contemporánea de más a la derecha) el valor de la deliberación. Hay en él la afirmación de que la urgencia de los problemas relativiza el procedimiento deliberativo para resolverlos. Esto es lo que explica su reciente lapsus acerca de que el Congreso no es tan relevante (lo que ha debido desilusionar a los que postulan a él, claro está). Evelyn Matthei, por su parte, es demócrata en el sentido que valora la democracia en condiciones no excepcionales (en condiciones excepcionales ha apoyado un golpe) y es sin duda liberal en el amplio sentido de esa palabra, tanto porque valora el discernimiento y la decisión personal en cuestiones de moralidad, como porque cree en las instituciones que favorecen la deliberación como procedimiento para adoptar decisiones colectivas. J. Kaiser, de acuerdo a esta tipología es libertario (cree que la libertad crece si el Estado se retira), pero no demócrata (es probable que le parezca preferible una dictadura liberal a una democracia simplemente mayoritaria). Parisi es populista, lo cual quiere decir que no es estrictamente hablando ni una ni otra cosa, sino aquello que, él supone, la gente demanda.

A este ritmo y como están las cosas, no cabe duda de que Raymond Aron tenía toda la razón. La democracia obliga a veces a elegir entre lo detestable y lo peor. (El Mercurio)

Carlos Peña