Y es que algunos de los críticos del proyecto del nuevo instrumento de Financiamiento Público para la Educación Superior (FES), más allá de expresar diferencias técnicas sobre el diseño de la política, dejan entrever una férrea defensa de un modelo de negocio que, por casi dos décadas, ha favorecido la rentabilidad de ciertas instituciones a costa de los recursos públicos y del endeudamiento de las familias.
Para comprender esta postura, es necesario considerar el desarrollo del sector en los últimos veinte años. En este tiempo Chile ha experimentado una expansión sin precedentes en la matrícula universitaria, especialmente en instituciones privadas creadas después de 1981. Este crecimiento, impulsado en gran parte por el CAE, permitió que un grupo de universidades incrementara significativamente sus ingresos mediante el cobro de aranceles y matrículas, muchas veces por montos desproporcionados en relación con los costos reales d
En efecto, entre 2010 y 2025 los aranceles de pregrado crecieron en promedio en un 56% por sobre la inflación y un 49% por sobre el reajuste del sector público en el mismo período, mientras la matrícula también crecía sostenidamente. El CAE ha sido una pieza fundamental en ese proceso, a tal punto que existen instituciones cuyo desarrollo y consolidación simplemente no se explica sin este instrumento.
Universidades como la San Sebastián o la Andrés Bello (segunda y cuarta institución con mayor porcentaje de estudiantes con CAE, respectivamente) han incrementado su matrícula en un 346% y un 160% entre 2007 y 2024, expansión que a la UNAB le permitió incluso comprar una universidad en el extranjero por 124,5 millones de dólares. El interés en la preservación del CAE, junto a su condición de refugio académico de reconocidos y vociferantes cuadros de los gobiernos de Sebastián Piñera y la derecha en general, están a la base de su pertinaz oposición al FES.
En 2018, la nueva normativa para la educación superior estableció un esquema de regulación de aranceles para las instituciones que voluntariamente se adscribieran a la política de gratuidad. Esta medida permitió estimar los costos “necesarios y razonables” para impartir una carrera y evitar así las superutilidades que algunas instituciones venían obteniendo. Esta misma lógica de regulación es la que el FES busca extender a quienes voluntariamente se adhieran al nuevo sistema, con el objetivo de construir un instrumento responsable en el uso de los recursos públicos y, al mismo tiempo, poner fin al endeudamiento familiar derivado del acceso a la educación superior.
Una lógica similar subyace a la oposición a la eliminación del copago. Detrás de una preocupación legítima por el financiamiento de las instituciones —que sin duda debe ser considerada en la revisión y el perfeccionamiento del FES—, muchos críticos esconden en realidad una defensa irrestricta de un modelo desregulado y con alto costo económico para las familias. Es este modelo el que ha permitido, por ejemplo, que propietarios de instituciones educativas en Chile adquieran universidades con fines de lucro en el extranjero.
Es hora de que el debate sobre el FES deje de girar en torno a la rentabilidad de unos pocos y se enfoque en el bienestar y el futuro de todas y todos los jóvenes chilenos. El interés de miles de estudiantes endeudados y el imperativo de construir un sistema educativo más justo y sostenible deben prevalecer. (El Mercurio)
Felipe Ruiz Bruzzone
Mauricio Pardo Meza
Fundación Nodo XXI



