La centroizquierda chilena ha perdido su identidad política. En vez de renovarse, ha optado por subordinarse a la izquierda dura, diluyéndose hasta convertirse en una extensión funcional del Frente Amplio y el Partido Comunista. La victoria de Jeannette Jara en las primarias del oficialismo no solo consagra este proceso, sino que también marca el ocaso definitivo del PS, el PPD y el PRSD.
Quizás, si hace las cosas bien, la Democracia Cristiana podría levantarse de su larga agonía, pero implicaría cruzar el río a apoyar a Evelyn Matthei, lo que probablemente no ocurrirá.
Es una cosa de tiempos. Este año ya está perdido. No solo no habrá un candidato fuerte, representativo de los valores y principios de la socialdemocracia en la carrera presidencial, sino que, además, el sector llegará debilitado a la negociación parlamentaria.
Lo que más le convendría al oficialismo sería ir juntos en una lista única, pero si eso ocurre, naturalmente perjudicaría al sector que no lleva candidato presidencial -el Socialismo Democrático-, pues, qué duda cabe que en ese caso las decisiones finales las tomaría el candidato presidencial del sector, quien obviamente beneficiaría a los militantes de su partido y a sus simpatizantes más fieles.
Pero incluso si el oficialismo va dividido en dos listas, lo que es hasta ahora el escenario más probable, el PS, ya de capa caída, y el PPD, completamente desarticulado, tendrían pocas herramientas para competir contra el comunismo renovado y el frenteamplismo marquetero. En el caso de dos listas, ocurrirá algo similar a la elección parlamentaria de 2021, y constituyente de 2023, donde la división no solo terminó beneficiando al sector con el candidato presidencial o presidente, sino también a la derecha.
Así, considerando el año 2025 perdido, y mirando hacia adelante, es obvio que si por algún cambio de viento termina ganando la elección Jara, la imposición no solo se reflejaría en una victoria a nivel legislativa para su partido, sino que las nominaciones ejecutivas también. Lo que salvo en algunas excepciones, concesiones menores, guiños y premios simbólicos, terminaría sepultando aún más la ya frágil identidad del Socialismo Democrático.
Pero incluso si Jara pierde, la posta no pasaría a la socialdemocracia por incompetencia o defecto. Pasaría de vuelta al Frente Amplio, que con una travesía por el desierto bajo el brazo, estará listo para llegar de vuelta al poder otra vez para la elección de 2029, o con Boric o Vodanovic, si no es la misma Vallejo, que en cualquier caso, representaría la victoria absoluta de la izquierda en la batalla hegemónica del sector.
Este cálculo, por obvio que resulte, parece no ser parte de la estrategia de la centroizquierda, que, a pesar de haber sido completamente absorbida por el contexto, y de haber aceptado su sumisión política al gobierno actual, aún no ha despertado de su letargo. Como una rana en una olla llena de agua, que le suben la temperatura de a poco, aun no se da cuenta que se está cocinando voluntariamente.
El Socialismo Democrático ha pagado el costo completo de un gobierno que no lidera, y no ha recibido ningún beneficio institucional o político real. Solo ha logrado mimetizarse hasta perder su relevancia, dentro de la coalición política más inoperante, desordenada, incapaz y corrupta que la izquierda ha visto en cinco décadas. Salvo algunos cargos de primera línea, que más que al partido han beneficiado individualmente a ciertas figuras, el Partido Socialista y el PPD se han desacreditado a niveles históricamente bajos.
Por razones tan diversas como los supuestos delitos de Manuel Monsalve y las imprudencias de Mario Marcel, el PS pasó en este gobierno de ser el partido de Allende a convertirse en un juguete del Frente Amplio. El PPD, por su parte, ha perdido tanta credibilidad, tanto respeto, que ni el fantasma del comunismo le sirvió a Carolina Tohá para eludir la vergonzosa paliza que le dio Jara en las primarias de junio.
Si la magnitud de lo perdido fuese apropiadamente internalizado, el socialismo no solo no apoyaría a Jara, sino que buscaría levantar un tercer candidato, que, dentro de las restricciones de la ley de primarias, les permitiría al menos apoyarse en una narrativa alternativa a la del comunismo. Pero pareciera que a los líderes de la llamada generación de recambio o no están convencidos de que ya perdieron, o piensan que lo peor ya pasó, o simplemente se han resignado a administrar su irrelevancia.
De hecho, eso es probablemente lo más trágico de todo: que la decisión entre continuar subordinados o reconstruir una identidad política propia no depende de los afiliados de a pie, sino de las elites que hoy ostentan cargos en el Congreso y el Ejecutivo.
Así, la ironía es que justamente quienes estaban llamados a renovar a la centroizquierda de la Concertación han terminado por enterrar toda esperanza de verla resucitar. Su incapacidad por defender las ideas que ayudaron a construir el espectacular legado de la Concertación, y su facilidad por encantarse con las ideas trasnochadas y chantas -porque no hay otra forma más certera que decirles- del PC y el Frente Amplio, los ha relegado a ser meros testigos de su caída.
No solo no fueron capaces de renovar a su sector político, sino que contribuyeron activamente a deteriorar el contexto del país, apoyando a la izquierda en consolidar la noción de que el problema era el modelo, que había hambre en el país, que la respuesta de Piñera al Covid era insuficiente y que había que apoyar a Boric y la Convención Constitucional porque con eso llegaría la dignidad.
La historia es conocida.
Y aunque vengan arrebatos de vez en cuando, es importante recordar que serán solo arrebatos. El verdadero cambio en la centroizquierda solo llegará cuando decidan romper su sumisión, y recuperar una identidad política firme, autónoma y moderna, alejada de la izquierda dura, que no solo los ha usado para justificar y enmendar sus errores, sino que ha postergado su retorno a la primera línea.
Hasta entonces, seguirán sentados en la olla. (Ex Ante)
Kenneth Bunker



