Un pilar fundamental de cualquier democracia representativa es la capacidad del Estado para garantizar el orden público, resguardar el imperio de la ley y proteger a la ciudadanía. En Chile, esta promesa está severamente comprometida. El avance del crimen organizado se expresa en el aumento de delitos violentos y la expansión de bandas armadas, pero también en algo más grave: su infiltración en las instituciones encargadas de combatirlo. No solo es la magnitud del fenómeno, sino la velocidad con que se ha normalizado la porosidad institucional en un clima político paralizado.
La reciente Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana mostró un alza de los delitos violentos y, sobre todo, un cambio cualitativo en su naturaleza: los homicidios ya no se explican por riñas o asaltos aislados, sino por ajustes de cuentas, sicariatos y enfrentamientos entre bandas. El crimen organizado ha dejado de operar desde la periferia y se ha instalado en el corazón del país.
En este escenario, surgen dos reflexiones. La primera es que la reacción del Estado ha sido tardía, debido en gran parte a deficiencias en sus capacidades de inteligencia. Esa debilidad quedó de manifiesto en 2022, cuando el entonces subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, afirmó que “no había evidencia de una amenaza real” respecto al Tren de Aragua. Meses después, el propio gobierno firmó un acuerdo con Venezuela -país que niega la existencia de dicha banda- para combatir el crimen organizado. La desconexión con la realidad fue evidente y costosa.
La segunda reflexión apunta a la debilidad política. No basta con aumentar la dotación policial o iluminar espacios públicos. Esta amenaza exige una arquitectura institucional robusta, una ley de inteligencia moderna y eficaz, y una voluntad política firme. Sin embargo, en casi cuatro años de gobierno, la izquierda ha postergado esta discusión, enredada en disputas ideológicas, mientras el país se convierte en uno de los más atemorizados del mundo.
En este contexto, el crimen organizado avanza porque huele debilidad: las sanciones son lentas, las responsabilidades se diluyen y los liderazgos parecen más preocupados de proteger a los suyos que de limpiar las instituciones. El Estado chileno nunca ha sido infalible ni inmune al crimen o la corrupción. Pero lo que hoy está en juego es diferente: es la capacidad del sistema político para reaccionar frente a una amenaza que se desborda. La imagen del Estado como garante del orden y la legalidad se ha resquebrajado a plena luz del día. Y si no se restituye pronto, el proceso de deterioro será progresivo y acelerado.
El crimen organizado ya no es solo un problema de seguridad pública, sino una amenaza directa a la seguridad nacional. En las últimas semanas hemos conocido casos de fiscales y gendarmes removidos, carabineros cobrando coimas, y miembros del Ejército y de la FACH detenidos por transportar droga. Si bien la penetración institucional es una táctica típica de estas bandas, los indicios de infiltración en policías y fuerzas armadas -especialmente en el norte, zona crítica por el narcotráfico y las disputas limítrofes- representan un riesgo mayor. Allí se maneja información sensible que puede comprometer gravemente la soberanía nacional.
La crisis de autoridad no es nueva. Se gestó por años en discursos que deslegitimaron sistemáticamente a las fuerzas armadas y de orden, y sembraron desconfianza en sus funciones. Esa erosión cultural del principio de autoridad permitió que actores ilegales ocuparan espacios que el Estado dejó vacíos y que se posicionaran como alternativa de orden social. No se trata solo de debilidad operativa, sino de una falta estructural de autoridad. La creación del Ministerio de Seguridad no ha cambiado este panorama. El pasado ambiguo del subsecretario respecto al uso legítimo de la fuerza durante el estallido social no transmite confianza.
Este vacío institucional ha abierto la puerta a la desafección democrática. Como en otros países, en Chile crece la simpatía por modelos autoritarios que prometen orden a cambio de libertades. El ejemplo de El Salvador ronda con fuerza en el debate público. De esta manera, se ha instalado un silogismo inquietante: cuando la democracia no protege, pierde el respaldo de la ciudadanía.
Chile requiere con urgencia un giro conceptual y operativo. No basta con endurecer penas o crear agencias. Se necesita reconstruir el principio de autoridad y coraje político para reconocer el problema, asumir los costos y actuar con determinación. El riesgo no es solo perder el control territorial o permitir que las mafias se multipliquen, sino algo más profundo. El riesgo es que la ciudadanía no distinga entre el Estado y quienes lo corrompen, entre lo que es legítimo y lo que no lo es, y que la democracia se vuelva irrelevante ante sus ojos, frente a la eficacia del crimen. Ese es el umbral que empezamos a cruzar. Y si no actuamos ahora, tal vez después no podamos. (El Líbero)
Jorge Jaraquemada



