El derecho a la seguridad es un derecho humano

El derecho a la seguridad es un derecho humano

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El derecho a la seguridad personal es un tema del que se habla poco cuando se trata de derechos humanos y, sin embargo, es una consagración histórica dentro de nuestra doctrina. En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos estableció en su artículo 3, que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; lo cual luego fue recogido y replicado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y también por la Convención Americana de 1969.

Sin embargo, más allá del antecedente histórico, es también interesante identificar su ubicación en los tratados y los derechos con los cuales comparte lugar, ya que no se trata de una mera casualidad: la seguridad personal comparte el mismo enunciado que el derecho a la libertad, y en la Declaración Universal, el mismo artículo que el derecho a la vida. Y pese a ser una afirmación evidente, hay que recordar una vez más lo ya dicho en 2009 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: sin seguridad personal no podemos ejercer plenamente nuestro derecho a la libertad, y corren peligro otros derechos, como la integridad física y la vida.

Esto fue, precisamente, lo que vimos el pasado jueves 10 de abril con la muerte de dos hinchas de Colo-Colo, de 18 y 13 años, a las afueras del Estadio Monumental, quienes, en medio del desorden público ocasionado con motivo de una acción delictiva de un grupo de personas, fueron atropellados por un auto policial. Respecto de esto, quisiera permitirme dos reflexiones.

La primera, tiene relación con las nuevas formas de criminalidad, las cuales han sorprendido al país. En los últimos años hemos visto cómo el crimen organizado avanza y ejecuta acciones que, hasta no mucho tiempo atrás, eran ajenas a nuestra cotidianidad. Sin embargo, hay un aspecto en el que no hemos reparado y tiene relación con la criminalidad en turba, desarrollada por grupos concertados en el espacio público, donde se congregan miles de personas que, aprovechando las multitudes, pretenden mantener su acción delictiva en la impunidad. Este punto es crítico, pues es allí donde una respuesta estatal inadecuada puede terminar afectando otros derechos, como el de reunión, de libre expresión, de integridad física, seguridad personal, y, como lo vimos la semana pasada, el derecho a la vida misma.

Y esto me lleva a la segunda reflexión: la diligencia en la dirección del poder civil respecto del actuar de las policías en el mantenimiento del orden público debe ser del más alto estándar. Si bien cuando hablamos de violencia institucional normalmente las responsabilidades suelen dirigirse contra las policías y otros funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, lo cierto es que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido estándares para los Estados, los que deben ser dirigidos por las autoridades bajo las cuales las policías se encuentran supeditadas, lo que en nuestro país está radicado en el recién inaugurado Ministerio de Seguridad Pública.

En este sentido, la Corte IDH señaló en el caso González y otras versus México de 2009, que los Estados tienen el deber de tomar medidas razonables para prevenir o evitar agresiones contra la vida y la integridad personal de su población, es decir, junto con la disuasión adecuada deben también abordarse las acciones preventivas que eviten este tipo de acciones.

Para el Instituto Nacional de Derechos Humanos, el derecho a la seguridad personal ha sido una prioridad en los últimos años: nuestros informes respecto de la situación en la macrozona sur y los capítulos en los informes anuales 2023 y 2024 dan cuenta de ello; y será nuestro deber seguir atentos a las nuevas formas de criminalidad y delincuencia que lo pongan en peligro, como también a la respuesta estatal y sus responsables, de modo de asegurar que el accionar público no afecte las garantías de ciudadanos y ciudadanas que, simplemente, quieren caminar tranquilas por la calle, sentirse seguros en sus casas, o asistir a disfrutar de un partido de fútbol sin que las acciones del Estado terminen generándoles un daño irreparable. (El Mercurio)

Consuelo Contreras Largo
Directora Instituto Nacional de Derechos Humanos