La historia de lo que llamamos Occidente dice que la prensa llamada tradicional (y que algunos llaman “seria”) no nació como una institución de beneficencia, pero tampoco como un negocio vulgar. En lo principal, porque desarrolló un mercado de alta diferenciación, con una infraestructura que no servía para otra cosa y debía ceñirse a códigos de sensibilidad social.
Fue lo que facilitó a las empresas del ramo el reclutamiento de periodistas con más vocación humanista que científica, resumida en la consigna de “saber escribir”. Esto produjo periodistas empíricos tan notables como Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Isabel Allende y José Donoso. Talentos que, además de prestigiar el oficio, sugerían que el periodismo de calidad es un género de la literatura.
Este exordio viene a cuento porque una entrevista de Carlos Peña a Felipe González, publicada en El Mercurio y denunciada como ejercicio ilegal de la profesión por el Colegio de Periodistas, desempolvó un viejo tema relacionado: el de si en Chile sólo quienes tienen diploma de una escuela de periodismo pueden ejercer funciones periodísticas.
El caso nos retrotrae a 1953, año de la fundación de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile y de la dupla que originó: periodistas no titulados o empíricos y periodistas titulados o con diploma. Los primeros eran maestros de los segundos y atrás quedaba el tiempo de los “rifleros”, esos pícaros que se hacían pasar por periodistas, a semejanza de los “tinterillos” respecto a los abogados.
Los empíricos consiguieron, así, que las autoridades dignificaran su oficio con un título universitario que reconocía la importancia de su profesionalidad de hecho. Hoy están en la historia de nuestro periodismo y los veteranos suelen recordar a Ramón Cortez, Tito Mundt, Luis Hernández Parker, Juan Honorato, Julio Lanzarotti, y Lenka Franulic, la pionera de la actual legión de mujeres periodistas.
Sin embargo, la solidaridad de la dupla duró poco. Tras la creación del Colegio de Periodistas, en 1956, cuando los empíricos históricos comenzaban a jubilar, algunos colegiados plantearon que sólo quienes tenían diploma podían ejercer la profesión (antes oficio). Los profesionales sin título, al igual que los rifleros, podían ser acusados de ejercicio ilegal. Era una suerte de proteccionismo absoluto, similar al de las profesiones con base en las ciencias duras.
Más que un certificado de calidad profesional, el diploma pasaba a ser instrumento del negacionismo.
DIPLOMA NO ES VETO
En rigor, “el caso Peña” obliga a repetir una pregunta de cajón: ¿qué ley dice -sin ambigüedad- que sólo los periodistas con diploma universitario pueden realizar actividades periodísticas, entre las cuales entrevistas para los medios?
La verdad es que tal ley no existe. La número 19.733 de 2001, que invoca el Colegio, más bien contradice la pretensión excluyente. Desde su epígrafe “Libertad de Expresión, Libertad de Prensa, Periodismo”, coloca al tercer factor en el marco de dos libertades incluyentes. A mayor abundamiento, su artículo octavo alude al “periodista o quien ejerza la actividad periodística”. Es decir, comprende tanto al periodista con título, como a quien no lo tiene o lo tiene en otras disciplinas.
Más vale, entonces, reconocer que el nivel universitario de la profesionalidad en el periodismo chileno fue un aporte para perfeccionar y no para excluir. Agréguese que tal nivel no es exigible en otros países democráticos, cuyos periodistas trabajan sin necesidad de diploma. Su finalidad implícita -más visible aun en estos momentos de pluricrisis con posverdades- fue ampliar el universo de la información periodística de calidad, reforzando la docencia de sus pautas valóricas, en función de una mejor democracia.
MANDAMIENTOS DE LA FUNCIÓN
Aunque debilitado por las nuevas tecnologías y las redes sociales, el periodismo tiene una función socializadora que afirma la unidad del Estado de manera paradójica: exponiendo su diversidad a través de sus distintos géneros y secciones. Por lo mismo hay informes según los cuales su estatus universitario debiera darse al nivel del posgrado en distintas disciplinas.
Gracias a ese relevante rol, nuestra sociedad se asoma a mundos paralelos, que ignora o conoce poco. Son, entre otros, los de la política doméstica, la política internacional, el deporte, las artes, las catástrofes, el crimen y hasta las variables de la “opinología”. Desde ese equilibrio -mejor o peor conseguido-, el periodismo contribuye a reducir el ensimismamiento y la barbarie de la especialización, mostrando la fluidez de la vida y habilitando para participar en el debate social en oficinas, talleres, calles y plazas.
Vista así, la actividad periodística no es un simple ganapán, sino una actividad con “mandamientos” o deberes deontológicos, entre los cuales está la libertad para investigar y contrastar noticias, la búsqueda de sus verdades, la opinión del periodista como ítem separado, la transparencia social como efecto buscado y la democracia como plataforma imprescindible.
¿Qué esos cinco mandamientos eventualmente no se cumplen?
Obvio. Tampoco se respetan a rajatabla los 10 de Moisés. Aquel pentágono valórico es violable, pues los periodistas con o sin diploma son seres humanos, con un porcentaje variable de pecados y errores. Sin embargo, a ningún demócrata se le ocurriría que mejor es reemplazarlo por la ley de la selva.
COLOFÓN DEPORTIVO
Para cerrar, lo más llamativo del “caso Peña” es que la acusación de ejercicio ilegal no se dirige contra un riflero, sino contra un rector universitario, miembro de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales y el más frecuente de los columnistas de medios.
Parece rarísimo, pero no lo es tanto. Por asociación de ideas, me recuerda la experiencia de un chileno sesentero, con diploma de otra especie, que escribía como crítico de arte en los medios. Después de nuestro 11 de septiembre debió emigrar a un país donde nadie exigía diploma para ejercer el periodismo. Contratado por un medio de prestigio, aprendió un montón, observando las opciones de un director genial y con el apoyo de colegas brillantes. En ese contexto fue editor de una sección, reporteó una guerra, entrevistó a jefes de Estado y premios Nobel, fue corresponsal de medios extranjeros, tuvo un programa en la televisión y firmó como cofundador del Colegio de Periodistas. En paralelo, el alcalde de la ciudad le dio un diploma por su labor al servicio de la comunidad, un rey europeo le dio un premio a la mejor labor informativa y la ONU lo fichó para dirigirle un centro de información. Como el hombre añoraba la patria, antes de aceptar ese cargo investigó la posibilidad de volver a Chile para trabajar como el periodista profesional que ya era. Sin embargo, tras contactar con un periodista colegiado (que trabajaba como relacionador público) debió asumir que en nuestro país el proteccionismo indiscriminado era invulnerable. Sin diploma no se podía, pero se le ofrecía una alternativa para casos muy calificados: matricularse en un cursillo inventado para futbolistas en condición de retiro. Ante oferta tan poco seductora siguió ejerciendo fuera de Chile, como jefe periodístico en la organización mundial.
Sin duda, somos un país excepcional. (El Líbero)
José Rodríguez Elizondo



