Salir de la segunda división

Salir de la segunda división

Compartir

Que lejanos se ven aquellos días en que, orgullosos, nos comparábamos con los países de la OCDE, aunque quedáramos siempre a la cola. Pero estábamos jugando en otra liga. Ya lo habíamos logrado. Hoy día seguimos a la cola, pero de los países de América Latina. Nuestra historia reciente, la polarización política a que nos han arrastrado los excesos de algunos políticos y nuestra incapacidad como país de ofrecer certeza jurídica a los inversionistas, nos han llevado de regreso a nuestra liga de origen. Hemos vuelto a la segunda división de las economías y dentro de ésta estamos en los últimos lugares al lado de Argentina y Haití, a los que antes mirábamos compasivamente, cuando no con desdén, por la precariedad de sus economías.

La caída del 0,9% del Indicador Mensual de Actividad Económica de agosto, de la que dio cuenta recientemente el Banco Central, no ha hecho más que confirmar esta penosa realidad. Nuestra economía, que antes corría veloz por la pista del crecimiento, desde hace una década repta con dificultades por el desfiladero del estancamiento. El efecto, naturalmente, lo sufre la población: hoy el desempleo se mueve alrededor del 9% y quienes tienen empleo apenas se elevan a un 55,4% de esa población. Las explicaciones oficiales suelen apuntar a la pandemia y sus efectos, pero ese nivel de ocupación se asemeja al que teníamos en 2010 y no al que habíamos alcanzado antes de la pandemia. La pandemia no nos paralizó hace cinco años: estamos detenidos en lo que éramos hace trece años. Esos trece años de rezago son los que nos hacen mirar desde atrás al resto de América Latina y nos igualan con Argentina y Haití.

Mario Marcel, el ministro de Hacienda, naturalmente debe mostrar preocupación por las cifras aunque las desestima. Para él la caída del Imacec no es más que el efecto del paro de profesores que afectó a la educación pública durante el mes de agosto y de la suspensión de clases provocada por los temporales durante el mismo mes. Y ha asegurado que la recuperación que viene anunciando desde el año pasado esta vez sí va a tener lugar. Llegó a afirmar que hacia finales de este año y con toda seguridad el próximo, íbamos a tener condiciones financieras mucho más favorables, lo que facilitaría la recuperación de la inversión.

Si el ministro dijo esto último en serio, significaría que él cree que la economía es un artefacto con vida propia, autónomo del resto de la sociedad, que se mueve independiente de las condiciones políticas y de las seguridades o inseguridades que esas condiciones entregan a los inversionistas y sobre las cuales éstos toman sus decisiones. Algo así como que las “condiciones” financieras las decide alguna divinidad según sus estados de ánimo o su sentido del humor. Pero Mario Marcel es una de las personas más inteligentes y seguramente el economista más destacado de su generación, de modo que seguramente no ignora esos hechos.

No ignora que, a una economía sana, no la paralizan ni los temporales ni los paros. Siempre habrá lluvias y siempre habrá huelgas; lo que no siempre hay es inversión. Y con toda seguridad sabe que si Chile lleva más de diez años paralizado económicamente, es porque a lo largo de ese período no ha sido capaz de darle garantías a los inversionistas nacionales y extranjeros. Y tampoco debe ignorar que esa situación no sólo no va a ser superada, sino que, por el contrario, se va a agravar si en unas semanas más no somos capaces, como nación, de dotarnos de una nueva Constitución que la mayoría dice desear pero que los políticos no han sido capaces de acordar.

Por eso la pregunta que se debe hacer a Mario Marcel; específicamente a él que carga sobre sus hombros la responsabilidad de nuestra economía, es ¿por qué no ha dejado de lado lo que sea que esté haciendo, para dedicarse exclusivamente a reclamar con fuerza a los partidos políticos que busquen, hasta encontrar, los acuerdos que permitan una Constitución que la mayoría de las chilenas y chilenos podamos apoyar?

Porque, si ese acuerdo no se logra, la mayoría nos veremos obligados a votar en contra del proyecto que el Partido Republicano ha elaborado más a su gusto que escuchando la opinión de todos. Y ello ocurrirá no obstante la jactanciosa arrogancia del líder de ese partido, que dice que en dos meses nos “dará vuelta” a quienes decidimos en consciencia frente a esos proyectos.

Se equivoca el líder; ojalá no se equivoque Marcel y los que piensan y sienten como él. Existe una proporción de la ciudadanía que no está ni con la extrema izquierda que intentó hacer una Constitución a su imagen y semejanza, ni con la extrema derecha que quiere hacer lo mismo sólo que desde la vereda del frente. Esas ciudadanas y ciudadanos desean una Constitución con la que todos se puedan sentir identificados, aunque no colme completamente las expectativas de todos. Es la única forma de que sea una Constitución de todos y para todos.  Y, como quedó demostrado hace un año atrás, se van a oponer a cualquier proyecto que no cumpla con ese requisito, a pesar de que duela reconocer que un nuevo rechazo no va a contribuir a sacar a nuestro país del pasmo económico en el que se encuentra.

La responsabilidad de lograr la aprobación de una nueva Constitución y evitar los problemas que estamos enfrentando, sin embargo, no recae sobre esas ciudadanas y ciudadanos, sino sobre quienes están obligados, si aman a su país, a abandonar sus trincheras y llegar a un buen acuerdo.

A ver si así, finalmente, podemos comenzar a salir de la segunda división. (El Líbero)

Álvaro Briones