Cuando Gutenberg echó a andar la imprenta en 1440, puso al alcance de la humanidad el instrumento que le permitiría hacer uso efectivo y gozar plenamente de la mayor de sus libertades -la libertad de expresión- y quitó a las élites el monopolio de circulación de la información. Pero no fue nada sencillo. A la par de la imprenta, avanzó la censura. A poco más de medio siglo de haber nacido el invento, en 1501, la Bula del Papa Alejandro VI, Borgia, universalizó la censura eclesiástica prohibiendo todo aquello que fuera escandaloso. No erraba la Iglesia en arremeter contra cualquier vía de difusión de esas ideas diferentes y, por tanto, heréticas: otra habría sido la suerte de Lutero y el pensamiento protestante de no haber sido por el medio millón de ejemplares de la famosa Tesis. La censura del poder civil tuvo lugar también en Alemania en 1529. Y a mediados del siglo XVI, Pablo IV creó una nómina de libros prohibidos que incluía más de 4000 títulos, el Index Librorum Prohibitorum.
La primera voz en favor de la libertad de expresión y de prensa se escuchó en 1644. Resonó ante el Parlamento de Inglaterra y lo profirió John Milton, con su Aeropagítica. Areópago era la colina donde los jueces griegos juzgaban tanto a ideas como a hombres. y donde Protágoras fue sentenciado y sus libros condenados a la hoguera. Y todo porque el filósofo presocrático se atrevió a defender que el hombre era la medida de todas las cosas y a confesar sus dudas sobre la existencia de los dioses. Poco más de 1000 años después, Milton evoca el Areópago para rebatir la orden parlamentaria del 14 de junio de 1649 que requería licencias para imprimir.
La fuerza del pensamiento miltoniano tiene vigencia indiscutible porque lamentablemente aún persisten, y resucitan cada tanto, normas restrictivas contra las cuales apeló. Pese a que han transcurrido tantos años, a que el avance de la civilización ha sido considerable y a que la lucha por la autonomía jamás ha cejado se mantienen ataques a la libertad de expresión que cobran vida a través de leyes, decretos o decisiones gubernamentales.
El pasado martes se conoció por el Diario Oficial el decreto que crea la “Comisión Asesora contra la Desinformación” para asesorar y hacer propuestas al ministro de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación y al ministro Secretario General de Gobierno en temas de desinformación en plataformas digitales, en políticas públicas, la desinformación en la educación y sobre el impacto de la desinformación en la calidad de la democracia.
Para un gobierno que sistemáticamente ha culpado a los medios de prensa alternativos de difundir noticias que causan sus derrotas electorales, la medida es, de mínima, preocupante. No quedaría claro qué hay que entender por desinformación o información engañosa: si aquellas informaciones o noticias poco fundamentadas o las generadas al margen de fuentes oficiales.
No se equivoca el gobierno al apuntar a las plataformas digitales, y no a los medios tradicionales -por ahora. Internet, como la imprenta, ha quitado el monopolio de la verdad a los medios masivos que llevan décadas de convivencia con el poder. Por ello es que cuando el poder político y el mediático perdieron la presidencia de los Estados Unidos o tuvieron que soportar la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la política y las élites culparon de sus derrotas, cómo no, a las noticias falsas, como si se tratara de la invención de la mentira, como si las generaciones más modernas no supieran distinguir una noticia falsa de una verdadera, o como si nuestros ancestros hubieran sido inmunes a la manipulación solo porque las noticias venían en papel.
En simultáneo con estas derrotas, sobrevino en el mundo una marea de regulación y hasta penalización de las así llamadas “fake news”. Si algo es falso, debe ser refutado, no silenciado. Si las noticias injurian o calumnian, existen los mecanismos legales que las reparan. Pero aun con las mejores intenciones, la censura de lo que se supone erróneo es atentar contra la libertad de expresión y contra la opción de disentir. Cualquier medida contra las “fake news” no sólo presupone que el Estado está en condiciones de saber la verdad mejor que los ciudadanos, sino que otorga a los gobiernos poderes para determinar quiénes son los nuevos herejes.
En 2005, Venezuela incluyó en su Código Penal el artículo 297 A que penaliza hasta con cinco años de prisión a las personas que “divulguen información falsa que cause pánico en cualquier medio”.
China tiene una serie de leyes y regulaciones que rigen el contenido en línea y establecen responsabilidades de los proveedores. Las plataformas deben monitorear y censurar activamente el contenido eliminando cualquier información que sea falsa, difamatoria o perjudicial para la estabilidad social. El departamento de propaganda del Partido Comunista chino tiene un papel crucial en esta supervisión.
Malasia, uno de los peores lugares del mundo para la prensa independiente, aprobó la iniciativa “Anti fake news 2018” que establece multas y penas de hasta seis años de cárcel por crear, publicar o diseminar, tanto de medios locales como extranjeros, incluido aquello compartido en blogs y redes sociales noticias «total o parcialmente falsas» que afecten al país o a sus ciudadanos.
En 2019 Rusia aprobó la Ley de Noticias Falsas que permite al gobierno identificar, bloquear y eliminar contenido en línea que se considere falso. También ese año promulgó la Ley de Responsabilidad de los Organizadores de Difusión de Información en Internet que exige que las plataformas en línea tomen medidas para evitar la difusión de información falsa.
En el mismo 2019 Singapur aprobó la Ley de Falsificación y Manipulación de Noticias que otorga al gobierno poder de ordenar la corrección o eliminación de contenido falso.
2020 fue otro año paradigmático en restricción a la libertad de expresión en plataformas digitales. Argentina, Nicaragua, Perú y Paraguay sancionaron leyes para impedir la difusión de noticias falsas sobre Covid, en particular para plataformas digitales. Posteriormente la penalización se extendió a otras materias, en particular para cuestiones electorales o gubernamentales.
Erdogan en Turquía logró aprobar en noviembre pasado, una nueva ley de prensa que criminaliza la distribución de noticias falsas en plataformas digitales con hasta tres años de prisión.
No sólo gobiernos autoritarios han incursionado en leyes mordazas. Alemania en 2017 aprobó la Ley de Redes de Información, que impone multas a plataformas de medios sociales si no eliminan rápidamente contenido ilegal, noticias falsas o discursos de odio. Y Francia en 2018 aprobó la Ley contra la manipulación de la información que impone obligaciones especiales a las plataformas digitales.
Y en el corazón de las democracias liberales, también se suman las leyes que habilitan e instan a empresas privadas a censurar lo que los Estados consideran “discurso de odio”, que es la forma de aplicar los criterios morales de la agenda woke a toda producción cultural de orden privado que no esté acallada por subsidio estatal, una forma de dictadura cultural que lucha por establecer la estandarización y uniformidad del pensamiento, retomando de forma abierta las actitudes del pasado, aunque sin reconocerlo, e impidiendo la libertad de pensamiento. Y todo ello, mayoritariamente, de manos de la llamada izquierda posmoderna.
La historia de la humanidad es un extenso recorrido en la discusión por la búsqueda de la verdad. De todas las civilizaciones, la nuestra es la que mejor ha zanjado este dilema, basada en principios de racionalidad griega y en la moral judeo cristiana, inclinándose a favor de la libertad de expresión.
Pero la libertad de expresión no está ahí sólo para decir lo correcto. También debe amparar a quien miente o se equivoca. La libertad de expresión no significa que debamos prestar atención a todo lo que se dice. No significa que no podamos criticar ninguna opinión, incluidos nuestros medios “oficiales”. La libertad de expresión no significa, tampoco, que lo expresado no deba nunca tener consecuencias negativas. La libertad de expresión no implica que las opiniones “buenas” tengan que ganar o ser mayoritarias. Y menos, desde la imposición de una determinada perspectiva de “lo bueno”.
Ejercer la libertad es siempre un ejercicio de responsabilidad. La política o los gobiernos no deben poder impedir a ciertos medios comunicar lo que deseen. Somos nosotros los que debemos poder saber discernir en qué confiar, en qué no.
Aún cuando moleste, hasta la difusión de mentiras ha de ser libre. De hecho, tratar de prohibirla es contraproducente. La censura total o matizada y el establecimiento de “verdades” y “mentiras” oficiales no son la mejor herramienta de combatir la propaganda. Cuando se le permite al poder decidir qué es cierto y qué no lo es, siempre termina por difundir sus propias mentiras.
Por mucho que se diga que la iniciativa del gobierno del Presidente Boric al crear esta comisión no implica facultades operativas, legitimar que una Secretaría de la Presidencia pueda establecer criterios sobre qué constituye desinformación es permitirles que se constituyan en árbitros de la verdad, aunque en un giro eufemístico se lo denomine “desinformación”. Está más que probado que toda herramienta que ponga en manos de las élites el poder de decir qué cosa es o no verdad no es más que un mecanismo de control de la disidencia.
Y permitirles establecer criterios de desinformación en materia escolar es verdaderamente un crimen. Un objetivo primordial de la escolarización es capacitar a los alumnos para que ejerzan el pensamiento crítico. En términos sencillos, el espíritu crítico consiste en ver los dos lados de una cuestión, estar abierto a nuevas pruebas que no confirmen las propias ideas, razonar desapasionadamente, exigir que las afirmaciones estén respaldadas por pruebas, deducir e inferir conclusiones a partir de los hechos disponibles, resolver problemas, etc. Si desde el poder se encargan de dar masticada la verdad, se pierde justamente lo esencial del proceso educativo. Y, además, no hay forma que se escape del adoctrinamiento.
Por el bien de Chile, ojalá los repudios logren terminar con esta iniciativa. No hay mayor fake news que la idea que un gobierno puede combatir las fake news. (El Líbero)
Eleonora Urrutia



