El alegado hiperpresidencialismo chileno tiene más de mitología derivada de su historia constitucional y de una perspectiva parlamentarista y liberal que de realidad política, si es que tal diagnóstico se sustenta en los hechos y no en las declaraciones legales que sustentan en la letra el poder del primer mandatario.
En efecto, contribuye al mito del hiperpresidencialismo el análisis jurídico de las constituciones que ha tenido el país en su historia independiente, así como la experiencia heredada de Presidentes de gran brío y voluntad que han buscado materializar sus propuestas frente a parlamentos más o menos colaboradores, llevando las diferencias, en algunos casos, hasta su estado bélico, tal como ocurrió con la Revolución Conservadora de 1829-30, que puso fin al caos del período de organización republicana; la Guerra Civil de 1951, que derogó la Constitución de 1833; la Revolución de 1859, que terminó con la república conservadora y la Guerra Civil que afectó a la Presidencia del liberal José Manuel Balmaceda, en 1891; sin olvidar los sucesos de 1932 y la intervención militar de 1973, que acabó con la Constitución de 1925.
Es probable que ese afán de autoridad fuerte y única que emerge tanto del análisis del cargo de Presidente en las cartas chilenas, como de ciertas tradiciones políticas, tenga su origen en la usanza colonial monárquica, así como resultado práctico del propio proceso independentista y la anarquía de bandos que desató por años, el cual, muy tempranamente, tuvo enfrentados para la batalla en las puertas de Santiago a dos de sus principales dirigentes centro sureños, dadas sus irresolubles diferencias estratégicas geopolíticas y de colisión de poderes central y regional.
Un interesante ensayo publicado recientemente denominado “El mito del presidencialismo en Chile”, de Christopher Martínez, indica que si bien en Chile se observa un desbalance formal de poder a favor del Presidente, en desmedro del Congreso -lo que no es propio del modelo presidencial “clásico”-, las atribuciones formales del Primer Mandatario cambiaron con las reformas constitucionales de 2005, debilitando la influencia del Presidente en el sistema, al tiempo que, en lo político y contextual, no hay evidencias concluyentes de que el Presidente en Chile sea tan poderoso.
Mediante comparaciones con otros países de la región, el estudio encuentra que el Presidente en Chile está más limitado, legislativa y judicialmente, que muchos de aquellos, y a pesar de la etiqueta de hiperpresidencialismo atribuida a la era post-Pinochet, vemos en ese periodo que las limitaciones y controles de otros órganos del Estado sobre el Ejecutivo han ido en aumento. Es decir, en términos relativos, el poder del Presidente en Chile ha ido decreciendo significativamente ante los poderes Legislativo y Judicial, afirmación que, tras el estallido social, se ha hecho evidente a simple vista.
Por otro lado, diversos estudios sobre relaciones Ejecutivo-Legislativo no han encontrado certeza de que el Congreso Nacional sea un actor reactivo o servil a los intereses del Gobierno y, de hecho, los vínculos Ejecutivo-Legislativo post 90, se caracterizaron por un alto grado de cooperación, más que de conflicto. Y aunque el Presidente tiene relevantes atribuciones sobre la Ley de Presupuesto, el Congreso no ha sido pasivo: los parlamentarios influyen fuertemente la tramitación de esta ley amenazando con rechazar la propuesta de deuda, del Tesoro, de disminuir gastos, o aumentarlos contra la voluntad del Ejecutivo.
También es importante la limitación al poder presidencial que imponen los partidos. Es obvio que colectividades débiles pueden hacer poco en este sentido, pero partidos institucionalizados y fuertes están en condiciones de presentar sólidas barreras a presidentes que buscan remover límites legales o perpetuarse en el poder. Partidos institucionalizados limitan el poder de los Presidentes, obligándolos a compartirlo y a usarlo moderadamente, lo que induce a una mayor estabilidad política.
Aunque en Chile los partidos parecen haber perdido poder, al menos en lo que a popularidad se refiere, mantienen cuotas relevantes de un poder institucional que les ha permitido, a pesar de la tendencia oclocrática de los últimos meses, canalizar el disenso social hacia un plebiscito mediante un acuerdo que fue suscrito por la totalidad de los partidos democráticos, evitando así una salida caótica, tras los desórdenes de octubre de 2019.
Es decir, los partidos, en especial de oposición, han podido imponer límites al poder del Ejecutivo, aún sin conseguir, al mismo tiempo, disciplinar las necesarias conductas de colaboración de ambos poderes entre sus parlamentarios. Así y todo, el Congreso sigue siendo un actor muy relevante en la política nacional, lo que se sustenta en su poder de veto y en la construcción de leyes que, como se sabe, incluso han invadido, sin consecuencias, el ámbito de poder presidencial.
La vigencia del orden constitucional del 2005 hasta que culmine el proceso constituyente en marcha permite, empero, mantener ciertos rangos de ordenamiento social y político en la medida que la autoridad jurídica de las instituciones estatales republicanas no puede ser desafiada fuera de sus límites legales, al tiempo que la estructura de flujos de intercambio de la economía va tendiendo a normalizarse, en la medida que los efectos más graves de la pandemia vayan en retroceso. Una mejor situación económica sería un contexto más adecuado para una discusión racional y menos impulsiva en torno a las bases sobre las que el país quiere construir una sociedad más justa e inclusiva.
La evidente pérdida de poder político e influencia del Ejecutivo, la animosidad con que el Congreso -mayoritariamente de oposición- actúa para golpear a la Presidencia mediante un crudo desbancamiento de ministros, la invasión descarada de ámbitos de atribución presidenciales y la constante deslegitimación verbal de la autoridad jurídica de instituciones claves para la mantención del orden y la seguridad interna, conforman un escenario que en nada se parece a la vigencia de un hiperpresidencialismo y, por el contrario, la lentitud, desatino y desenfoque con que los co-conductores políticos del país están actuando, más bien coadyuvan a la revitalización de la tradicional cultura autoritaria que hizo decir al estanquero Diego Portales que Chile debía gobernarse “con el obscuro peso de la noche”, frase y conducta que la mayoría de quienes están hoy en esos poderes de la República, repudia y rechaza. (NP)



