El diálogo, como forma de búsqueda de la verdad y/o proceso para la toma de decisiones públicas, ha estado dando paso al predominio de lo políticamente correcto, de las descalificaciones morales y de la intolerancia. El caso paradigmático, por supuesto, es el de las universidades en EE.UU., pero sin duda en Chile, en el ámbito intelectual y político, hemos sido infectados por el mismo mal. En el corto plazo esta tendencia puede incidir en el proceso constitucional y en último término conducirá inexorablemente al totalitarismo.
Reflexiono sobre el tema por una declaración de un destacado profesor de ética, que descartó de raíz y exclusivamente por consideraciones morales la participación de los privados en la provisión de salud y educación escolar, entre otros.
El rol de la ética y de las preferencias valóricas -en comparación con aquel de las ciencias y de la técnica- en la formulación de las políticas públicas es complejo. En un régimen democrático representativo le corresponde a la moral y a las preferencias ciudadanas determinar directa o indirectamente los fines del quehacer social, pero es -por definición- del interés público que se escojan los medios más eficientes éticamente aceptables para alcanzar esos objetivos.
Pues bien, los dos instrumentos de política pública que tenemos para asignar los recursos disponibles para alcanzar fines sociales son el Estado y los mercados. En un mundo con recursos escasos, los responsables de la formulación de dichas políticas deben optar -en cada caso particular- por el empleo del más eficiente de estos dos instrumentos. Tanto el uso del Estado, como el de los mercados, puede generar beneficios y adolece de fallas que habrá que sopesar caso por caso. Por ello descartar de plano y a priori uno u otro instrumento por motivos puramente ideológicos dista de ser lo óptimo.
Sin duda que existe una demanda mayoritaria por garantizar constitucionalmente los derechos a la educación y a la salud. Así al menos lo sostuvo el 93 por ciento de los entrevistados en la última encuesta de Cadem (Plaza Pública 356, agosto 2020).
Siempre que ello se establezca así -como un objetivo, deseo o aspiración general- tal garantía se puede entender funcional a la definición del marco de la acción pública. Lo que no es en absoluto conveniente es que -por la antes comentada fanfarronería ética existente y por las limitaciones que ello implica para el ejercicio de nuestra libertad individual- se mandate al Estado a ofrecer directamente todos los servicios de educación y salud. De hecho, lo ideal es que la Constitución no se refiera en absoluto al financiamiento y a la estructura de la oferta de esos servicios, permitiendo que esos asuntos se vayan resolviendo legalmente en consideración a nuestra tradición y a las circunstancias. (La Tercera)
Rolf Lüders



