Las instituciones que conforman los Estados son una compleja mezcla de acuerdos lingüísticos, compromisos de acción y prohibiciones, así como de procedimientos, formas, protocolos, edificios e infraestructura que, por lo general, perduran más allá de la existencia de una generación para que se cumpla el propósito para el cual fueron desarrolladas, extendidas en el tiempo por el lenguaje y acatadas por la tradición y legitimidad formal con la que han sido instaladas y sostenidas.
Esta mixtura de personas -cada una con intereses, deseos, mitos y cultura distintos-, su respectiva interpretación de los acuerdos, compromisos de conducta e infraestructura física que le da materialidad a los convenios que procrearon la institución pertinente, conforman una cierta “personalidad” de segundo nivel o “persona jurídica”, cuyo carácter es más o menos consistente a través de los años, según haya sido la exactitud y rigurosidad en el uso del lenguaje fundante de sus normas y procesos, así como por la eficacia de su cualidad pacificadora de las relaciones sociales, pues, como debiera ser obvio, en una democracia diversa y plural no es propiamente la pretensión de justicia de los actos de cada quien según la propia concepción ética del mundo, lo que define la estabilidad del conjunto, sino las normas y procedimientos que le han dado o no legitimidad a los modos de hacer institucionales, evitando que las naturales diferencias entre individuos diversos enerven ánimos y se pierda esa cualidad democrática clave, cual es la resolución pacífica de los diferendos, evitando la explosión de la “justa violencia” entendida según cada una de las personas.
Chile, en ese sentido, cuenta con una carta fundamental cuya estructura y coherencia interna ha sido probada durante 40 años de aplicación, siendo -a la vez- criticada y elogiada por su solidez y consistencia, al punto de ser definida como “constitución pétrea”, no obstante sus más de 200 ajustes y modificaciones de los últimos 30 años. Sus críticos, empero, incluso más allá de sus contenidos presentes, han rechazado por décadas otorgarle legitimidad debido a que su procedimiento de aprobación es considerado ilegítimo, razón por la que, junto con descartar nuevos ajustes o reformas como manera de legitimarla -su estructura impediría los cambios profundos al tipo de sociedad que ella definió, dicen, y prefieren una nueva carta- el conjunto de la clase política ha acordado la realización de un procedimiento consistente en un plebiscito en el que la ciudadanía decidirá si se mantiene la actual constitución o si se procede a elegir una comisión constituyente que redacte una nueva. Como se ve, en democracia son las formas, más que los contenidos -que son siempre discutibles y diversos en sociedades plurales- los que otorgan legitimidad estabilizadora e inducen a su acatamiento según el proceso seguido para adoptarlos
Desde hace unos meses, sin embargo, una tendencia autodestructiva se ha apoderado de ciertos sectores de las élites políticas consistente en intentar reescribir las normas y acuerdos adoptados por generaciones anteriores de legisladores y colegisladores, mediante la paradoja de la trasgresión del acto jurídico mismo que se quiere consagrar. Así, se acude a la presentación persistente y sistemática de mociones o propuestas inconstitucionales suscritas por parlamentarios opositores y hasta oficialistas, que invaden atribuciones exclusivas del Ejecutivo, pero que, dado la supuesta superioridad moral de la moción ilegal, se justificaría el desacato a la ley fundante, considerada anacrónica, injusta o ilegítima. Es decir, se subvierte el acto jurídico debido, usando la misma ilegitimidad procedimental por la cual se repudia lo subvertido.
A mayor abundamiento, hasta la reciente presidencia anterior de la Cámara, contraviniendo normas y disposiciones reglamentarias, varias de esas iniciativas fueron admitidas a tramitación en un proceso que, si bien no ha tenido mayores consecuencias que la pérdida eventual de tiempo del Tribunal Constitucional, ha sido tolerado como “instrumento de negociación” al que apelan ciertos parlamentarios para poner algún punto político o dar cuenta pública de sus escasas atribuciones para materializar promesas de campaña realizadas fuera de sus posibilidades legales.
Así y todo, en los últimos meses la anormal tramitación de propuestas inconstitucionales ha desbordado los límites de la prudencia, afectando no solo la dignidad institucional del Congreso – cada vez más dañada por los efectos de la revuelta de octubre y los problemas sociales y económicos derivados de la pandemia- sino también, la confianza ciudadana en la seriedad de los compromisos que sus representantes en el parlamento son efectivamente capaces de llevar a cabo.
La paulatina pérdida del efecto aglomerador y alineador del lenguaje -si es medio de razón- se produce cuando las palabras que definen estructura, procesos, normas, formas y modos de conducta de una institución son trasgredidas por los propios protagonistas de esas personas jurídicas. Pero se las lleva al borde de la crisis cuando tales ofensas son cometidas por quienes conducen la institución, como es el caso del ex presidente de la Cámara de Diputados, quien justificaba estas deformaciones afirmando que, no obstante que los parlamentarios saben que sus proyectos son inconstitucionales “por una cuestión de forma” (nada menos), de igual modo están dispuestos a presentarlos y a admitirlos a trámite como una manera de presionar al Ejecutivo a que se consideren asuntos que ellos estiman prioritarios.
Nada muy distinto a las recientes expresiones de la actual presidente del Senado, quien señaló que “prefiero cometer un sacrilegio con la Constitución y ser destituida como senadora que pasar por sobre una demanda urgente que tienen las madres y los padres hoy de no tener en dónde dejar a sus hijos para el cuidado en momentos en el que se les exige y requieren trabajar”. Más allá de si se trata de un lenguaje excesivo producto de molestias del momento, sus inconveniencias para la percepción normativa ciudadana son evidentes; y si son parte de convicciones profundas, no debiera olvidarse que las “cargas” públicas obligan a sujeciones que de no ser acatadas, más valdría no aceptarlas.
Y no se trata solo de materias inconstitucionales en tanto aquellas, por ejemplo, irrogan gasto fiscal, lo que, como se sabe y de acuerdo con la actual carta, es atribución exclusiva del Ejecutivo y no de los congresistas, sino también en materias de quorum, hecho que agrava la irregularidad democrática de estas decisiones parlamentarias en la medida que, si bien pudiera entenderse la rebeldía en contra de normas de una carta que consideran ilegítima en su origen, al menos podrían respetar el procedimiento clave sobre la voluntad de mayorías y minorías, principio básico de las democracias.
Estas trasgresiones pudieran parecer insignificantes en la medida que, en general, dichas mociones y propuestas no han tenido aún efecto jurídico. Pero su reiteración y persistencia pudiera llegar a generar, en algún momento, un efecto de mayor entidad, poniendo en peligro reglas del juego democrático que son relevantes especialmente en medio del proceso constitucional a que está abocado el país.
Hasta ahora la lógica de la constitucionalidad debida en la discusión de las leyes se ha sostenido gracias a la concurrencia de votos demócratas de derecha y centro izquierda que entienden el impacto que puede tener avanzar en la línea de la sedición institucional, en momentos en los que, por lo demás, el país encara preparativos para un plebiscito cuyo objetivo es, precisamente, definir si la ciudadanía quiere o no un cambio de la actual carta. Así y todo, habría que recordar que ha habido situaciones de evidente inconstitucionalidad que han estado a un par de votos de ser aprobadas en la Cámara y que solo han sido superadas por la acción moderadora del Senado.
Creer que estas acciones conducidas por sectores de izquierda dura -cuyo repudio a la actual institucionalidad es expreso- son irrelevantes, es un peligro aún mayor, pues, la inexistencia de un orden de comportamiento vincular entre poderes del Estado, producto de la descomposición del carácter normativo del lenguaje, la multiplicidad de interpretaciones posibles que de las normas pueden surgir en períodos de cambio y el paulatino, pero sistemático ajuste entre relato y realidad con que sectores de poder emergentes llegan a la arena política, son desafíos de alta presión para las élites sustentadoras de parte de los poderes en disputa social.
Una cultura de acatamiento jurídico en la que solo se obedecen las leyes ad hoc a determinados intereses, junto con parecerse mucho a la “ley de la selva”, puede también estimular a un Ejecutivo en minoría frente al Congreso a resolver, por sí y ante sí, mediante decretos leyes, diversidad de materias que la actual Carta establece como exigencia ser analizadas y aprobadas por el Parlamento, argumentando -de modo similar al ex presidente de la Cámara o la presidente del Senado- que el Congreso tiene prioridades que no corresponden a los intereses del pueblo, y que, por consiguiente, para dar cuenta de esas justas demandas, el Presidente ha decidido actuar por la vía del decreto ley.
La elaboración de leyes para un conjunto ciudadano constituye una responsabilidad de enorme relevancia en la vida de las personas. En estos tiempos de pandemia, la puesta en marcha de una serie de normas que inciden directamente en libertades básicas ha permitido experimentar el impacto que pueden tener los legisladores en el bienestar de los ciudadanos. Malos congresistas pueden provocar grandes dolores de cabeza a una sociedad. Y no solo por su eventual baja calidad ética, sino también por ignorancia o descuido.
Leyes cuyos propósitos estén claramente descritos en su texto merced a una mayor rigurosidad conceptual y en su redacción pudieran haber evitado una serie de bochornos gestados en un Congreso afiebrado por un acalorado clima de discusión hermenéutica y haber evitado, por ejemplo, la necesidad de vetos Presidenciales como el que repuso el monto del ingreso familiar de emergencia o el que, eventualmente, se deberá impetrar en los próximos días para corregir la limitación electoral para el caso de los alcaldes.
Así y todo, el Congreso de Chile ha sido reconocido en los últimos 30 años como uno de los más fuertes e institucionalizados de la región. Sus varias generaciones de diputados y senadores han desarrollado una tarea de complemento legal con los respectivos Gobiernos que ha contribuido al crecimiento y estabilidad social, política y económica del país. Pero la presión de sectores minoritarios emergentes mediante sus acciones fuera de la cancha para imponer políticas que no consiguieron asentimiento electoral mayoritario en lo ejecutivo, aunque tengan representación fiscalizadora, debilitan la institucionalidad parlamentaria, una tarea que dichos sectores parecen llevar a cabo con el triple propósito de entorpecer hasta hacer fallar el motor jurídico-legislativo de la democracia liberal, hacer campaña en contra de la actual carta fundamental como razón de ser de toda demanda social insatisfecha, y en su paralización legislativa, generar condiciones político sociales para el desorden, tras el cual se pueda instalar un nuevo orden político en el que aquellos terminen por dominar el conjunto de poderes del Estado.
Parlamentarios promoviendo mociones o propuestas inconstitucionales a sabiendas que lo son, no debieran ser entendidos como demócratas genuinos, cualquiera sea la interpretación que éstos den a su ilegalidad y desobediencia, sino como personas que, conscientemente, infringen acuerdos adoptados por ellos -u otros previamente- y que, tal como cualquier trasgresor o malintencionado, está tras objetivos que responden a intereses económicos o políticos propios, aun cuando disfrazados de nobles propósitos. La arrogancia y expresión de superioridad moral implícita en el tipo de conducta según el cual “no cumplo la ley injusta, para hacer justicia” revive la lógica de monarcas absolutos, cuya legitimidad provenía de Dios mismo y que, como en Luis XIV, llegó a derivar en el exceso de “L´etat c´est moi”, por lo demás, base del pensamiento hegeliano, el Estado perfecto de Federico el Grande y de totalitarismos posteriores, cuya certeza en sus percepciones de justicia son tan indiscutibles, precisamente, porque provienen de Dios. Y si son de Dios, que importa la ley del hombre.
Más humildemente, desde el liberalismo, Locke en su carta sobre la tolerancia de 1689 decía: “Para mí, el Estado es una sociedad de hombres constituida únicamente con el fin de adquirir, conservar y mejorar sus propios intereses civiles; intereses civiles llamo a la vida, libertad, salud y prosperidad del cuerpo; y a la posesión de bienes externos, tales como el dinero, tierra, mobiliario, casa y semejantes”. Es decir, un acuerdo de hombres libres, que libremente se asocian para la consecución de objetivos comunes vinculados a la vida, libertad, salud, educación y propiedad, todas tareas para las cuales la confianza es el capital social básico indispensable y la honestidad, cooperación y honorabilidad, las monedas que la multiplican, en especial en tiempos de escasez y pobreza que se inician como consecuencia de la paralización mundial provocada por decisiones legales adoptadas por los Gobiernos frente a la pandemia.
Las palabras que conforman estos acuerdos entre hombres libres, cuya conducta honesta y oportuno cumplimiento de compromisos validan las certezas que sostienen los convenios de colaboración mutua, van consolidando las instituciones que se edifican para defender la vida, las libertades, la salud, educación y propiedades de sus suscriptores. Al mismo tiempo, los buenos resultados de esa cooperación simple y honesta, sin ínfulas de poder de unos sobre otros, consolidan la interpretación de buena fe del contrato social que une a quienes lealmente creen en la democracia liberal y en las posibilidades que aquella abre a cada quien para materializar sus sueños, sin requerir de la tuición de ningún poder superior al de la propia voluntad personal, apalancada por una sana doctrina ética.
Quienes tienen la responsabilidad de conducir esas instituciones están obligados a soportar, aún con mayor dignidad y prudencia, el peso de ese “cargo”, obedeciendo y haciendo obedecer procedimientos y normas fundantes con mayor celo que ninguno de los incumbentes, aún cuando su personal visión de justicia contradiga la norma a su cuidado. Leyes obedecidas por unos, pero no por otros, son la base del abuso y la desigualdad que tanto se invoca y la razón por la cual la justicia, por lo general, castiga al delincuente o trasgresor. (NP)


