Dudar no es una práctica habitual entre nosotros. Todos somos tipos firmemente convencidos de algo, y a veces hasta de mucho, o, peor, vamos por la vida presumiendo de no creer ya en nada y avergonzados de haber creído alguna vez en algo. El pesimismo, y hasta el cinismo, se exhiben como una manera de parecer más inteligentes que los demás, como diciendo que a nosotros no nos meten el dedo en la boca. Haber tenido convicciones nos parece solo un pecado de juventud, y ahora, llegados a una cierta edad, consideramos que es señal de sabiduría hacer ostentación de nuestros errores del pasado y eludir cualquier toma de posición que nos exponga a la discusión con los demás. Demasiadas convicciones o ninguna: esos son los extremos en que oscilamos todos.
Febrero permite leer más, mejorando nuestra capacidad de dudar, de experimentar estados de indecisión, de entender que no leemos libros para salir de dudas, sino para entrar en ellas, de hacernos un poco más conscientes de nuestra complejidad y de la que tienen también los demás, partiendo por los personajes de las novelas.
“Un libro de mártires americanos”, de Joyce Carol Oates, nos pone ante la experiencia del aborto y de la pena de muerte, tomando el mejor de los partidos: presentarlos como temas que con toda justificación dividen las creencias morales de las personas, y que es por ello que resulta difícil tratarlos a nivel de lo que el derecho dice o debería decir sobre el particular. La muy buena escritora norteamericana examina ambos asuntos a partir de los integrantes de dos familias y nos ofrece una de las obras literarias más logradas de 2019.
“El club de los mentirosos”, de Mary Kerr, fue otro punto alto de ese año. Se trata de una autobiografía familiar novelada en la que comparecen personajes menores y defectuosos que terminan por volverse entrañables para cualquier lector que sepa que no por encontrarse en un libro esos personajes dejan de ser tan estimables como puede serlo alguien de carne y hueso. Disipación, locura, celos, envidias —se podría decir levantando un dedo acusador—, pero solo si no se tiene radar suficiente como para visualizar que los personajes de Kerr se nos parecen mucho más de lo que estaríamos dispuestos a conceder.
“Memorias de una joven católica”, de Mary McCarthy, es otra autobiografía que se lee como novela, y nos remonta a una época en que la educación católica era eso, católica antes que cristiana, y reducida a un tedioso catecismo y a la prédica de estilos de vida orientados a la extraviada idea de complacer a Dios antes de hacerlo con nosotros mismos y con los demás.
“El colgajo”, de Philippe Lacon, es por su parte un libro tan terrible como imprescindible.
No está mal “Terra Alta”, la novela policial de Javier Cercas, pero algo le falta. No sé qué, pero algo le falta, de manera que voy a consolarme con “La frontera”, de Don Winslow: dura prosa policial, durísima incluso, pero con una fuerza y verosimilitud semejantes a sus anteriores “El poder del perro” y “El cártel”. “La frontera” tiene 957 páginas y me he propuesto no dejar ninguna para marzo.
Puede resultar desubicado leer ensayos en febrero, pero ahí están “¿Qué es el populismo?”, de Jan-Werner Müller, que no necesita razones para ocuparse de él, y “Capital e ideología”, de Thomas Piketty, que sigue la huella de su anterior “El capital en el siglo XXI”, dos obras que hay que revisar como parte de nuestros debates acerca de un probable nuevo sistema económico. El debate constitucional, que es político, también es económico, y si la política y los políticos se encuentran dando hoy muchas explicaciones, también tendrían que empezar a darlas la economía y los economistas. Abierta ya una causa a la primera y a los primeros, la segunda y los segundos se resisten a ser formalizados. (El Mercurio)
