50 años del 11: Zona de concordia-Roberto Ampuero

50 años del 11: Zona de concordia-Roberto Ampuero

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Ahora que han fallecido casi todos los responsables de la división que nos llevó al borde de una guerra civil en 1973, que ha transcurrido medio siglo desde el quiebre institucional, y más tiempo aún desde que un ala de la izquierda trocó, en los sesenta, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva, el arma de la crítica por la crítica de las armas para imponer el socialismo en Chile, hay que construir una zona de concordia que permita el acercamiento entre las aún irreductibles interpretaciones en torno al 11 de septiembre, fecha de la cual somos rehenes.

El gobierno -integrado y apoyado principalmente por generaciones post 1973- avanza desde el 2022 en los preparativos de la magna conmemoración del 50 aniversario de lo que para unos fue un condenable golpe de Estado y para otros un salvador pronunciamiento militar.

No es descartable que la veleidad del Presidente de la República, a veces socialdemócrata, a veces frenteamplista, lo lleve a emitir el próximo 11 de septiembre una “verdad oficial” y partisana que profundice aún más una brecha que dura ya demasiado tiempo.

Y ese acercamiento debería partir por el reconocimiento de que ninguna doctrina justifica la violación de derechos humanos, pero también por el reconocimiento de que ninguna doctrina entrega derecho a transformar profundamente al país sin contar con una sustantiva mayoría ciudadana que apruebe esos cambios estructurales. Sin una convicción autocrítica compartida jamás saldremos del fango de recriminaciones y resentimientos en que llevamos decenios.

Mientras la izquierda es hoy partidaria de recordar sin transar y de seguir bregando en el siglo pasado, la derecha propone olvidar y volver los ojos al futuro.

Cuando uno examina esas posturas, concluye que ambas enfatizan ciertos aspectos pero eclipsan otros, es decir, pecan de reduccionistas.

La izquierda -con su flanco socialdemócrata muy debilitado en las últimas elecciones- incurre en el reduccionismo al acotar el relato del ocaso de la Unidad Popular a la solitaria y corajuda resistencia de Allende en La Moneda, por un lado, y a la violación de derechos humanos bajo Augusto Pinochet, por otro.

Es decir, conecta el suicidio presidencial y el fin de la UP con la represión ejercida en su contra por órganos de seguridad del Estado, eludiendo el análisis de lo que fue la catastrófica gestión gubernamental del Allende. No se refiere, sin embargo, al período previo al choque extremo que llevó al quiebre de la democracia.

La derecha, por su parte, entra a ese debate creyendo que basta con rebatir los argumentos desde la orilla opuesta para incidir en la construcción de una memoria colectiva distinta. Olvida con ello que es difícil colocar la última decisión de Allende -que disfrutaba de los placeres de la vida burguesa- bajo una luz adversa, pues su suicidio resuena con el del Presidente José Manuel Balmaceda en la guerra civil de 1891, y trae de alguna manera a la memoria la patriótica inmolación de 1879 del héroe nacional Arturo Prat.

Hoy, cuando el 92% de los chilenos confía poco o nada en los políticos, uno que prefirió morir por sus ideas o agobiado por su fracaso, es considerado desde luego por muchos un ser humano hecho de otro material.

El otro reduccionismo del relato izquierdista, el de la condenable violación de derechos humanos, es de carácter ético y carece de atenuantes. ¿Se puede de verdad, con la mano puesta sobre el corazón, negar que hubo entonces violaciones a los derechos humanos? Claro que no, los regímenes autoritarios, dictatoriales o totalitarios violan derechos humanos. ¿Y si el gobierno militar surgió de una extrema emergencia nacional, cómo explicar que la respuesta a esa emergencia fue una solución ideal y perfecta?

Pero, aceptando esas críticas, ¿se puede reducir al gobierno militar a esa única dimensión? Claro que no, y hacerlo es manipular la historia. Tanto el gobierno de la UP como el militar fueron mucho más que eso y más complejos que eso, y desconocer esas realidades imposibilita no sólo narrar la historia de forma coherente sino también desentrañar sus causas, entender el presente y proyectar el futuro.

No, objetivamente no puede reducirse el régimen militar a la violación de derechos humanos. La más contundente prueba de esto la constituyen los exitosos primeros 18 años de los gobiernos de centro-izquierda tras el retorno a la democracia. Este éxito, reconocido internacionalmente, sólo fue posible -y a diferencia de lo que ocurrió en otras latitudes latinoamericanas post dictatoriales- por los sólidos fundamentos económicos, sociales, legales y de apertura al mundo que se heredaron del período militar.

Cuando la izquierda prefiere destacar la conducta de Allende en palacio, recurre a los niveles simbólico y épico que estas encierran, y rehúye así el análisis de la lamentable gestión gubernamental de la Unidad Popular.

La UP tiene aquí a su haber la caótica expropiación de miles de hectáreas de tierras y de centenares de empresas, la más alta inflación del mundo, un desabastecimiento de alimentos sólo comparable al de la Cuba de Castro y la Venezuela de Maduro, violencia callejera, graves divisiones dentro del gobierno, la sombra del enfrentamiento fratricida, y el desesperado llamado de Allende a generales a entrar a su gabinete, cuando ya hasta los socialistas y miristas le hacían la vida imposible al Presidente.

Si bien el grueso de la izquierda acepta la concatenación entre la caída del gobierno socialista y el comienzo de la represión, ese sector alega que enfatizar el análisis de los factores que casi nos llevaron a una guerra civil antes de setiembre de 1973, equivale a justificar la posterior violación de derechos humanos.

Es decir, ni la aguda crisis general previa al 11 debe incorporarse al relato de la historia ni tampoco el gravísimo hecho de que a fines de los 60 tanto el MIR como el PS, seducidos por el castrismo, habían abrazado la vía armada para instaurar el socialismo.

Allende llegó al gobierno con sólo 36,3% de los votos (no había entonces segunda vuelta) y nunca conquistó mayoría nacional en elecciones, aunque sí en las calles. Pero sus adherentes no se amilanaron ante esto y proclamaron la irrisoria tesis de que si bien la izquierda era minoría cuantitativa, constituía una mayoría cualitativa puesto que ella, a diferencia de la derecha y el centro, contaba con el respaldo de la clase obrera, el campesinado y el pueblo, y por ello eran los únicos capaces de ofrecer un proyecto nacional progresista y emancipador que avanzara, “al igual que casi la mitad de la humanidad”, hacia el socialismo.

Los modelos de Allende no eran estados nórdicos ni otros occidentales sino los de la órbita comunista, todos por cierto desaparecidos, con excepción de Cuba, en trágico estancamiento, y de China y Vietnam, que si bien son dirigidos por comunistas, tienen economías de mercado.

Allende no sólo fue admirador del socialismo real sino también del tenebroso Che Guevara.  Recordemos que Allende se desplazó en 1967, cuando era senador, a la frontera boliviana para acoger y brindar asilo a los sobrevivientes de la columna invasora del Che a nuestro vecino. El guerrillero argentino, que se entregó en su combate final y fue ejecutado, estuvo a cargo de la fortaleza de La Cabaña en La Habana, donde en el inicio de la revolución castrista aprobó en juicios sumarios el fusilamiento de centenares de soldados y policías cubanos, lo que justificó ante la Asamblea de las Naciones Unidas.

Los modelos que admiraban Allende, los socialistas y miristas, así como los comunistas eran, por decir lo menos, de temer y todos fracasaron. No debe extrañarnos, por lo tanto, el temor que un gobierno así despertaba.

La zona de concordia que permita un gradual acercamiento entre la interpretación de la izquierda y la de la derecha con respecto al 11 de septiembre de 1973 pasa a grosso modo por reconocer la responsabilidad de ambos bandos en una tragedia que se inició a finales de los años sesenta.

Esa zona de concordia debe incluir la convicción transversal de que ninguna doctrina puede justificar la violación de derechos humanos y asimismo la de que ninguna doctrina puede otorgar derecho a transformar radicalmente el país sin la aprobación de una amplia mayoría, ni ignorar que este paso debe respetar a su vez los derechos de la minoría. De nosotros depende. (El Líbero)

Roberto Ampuero