El chantaje del orden público y la paz social

El chantaje del orden público y la paz social

Compartir

En Chile, la discusión sobre la violencia y el orden público suele ser reducida a una cuestión de gobierno, como si se tratara únicamente de la eficacia de una administración para mantener la paz social. Sin embargo, bajo una mirada más rigurosa, el orden público constituye un derecho de las personas y, al mismo tiempo, una condición habilitante para el desarrollo democrático, económico y social.

La ciudadanía tiene derecho a vivir sin miedo, a transitar sin amenazas y a expresarse sin que ello derive en riesgos de agresión. La violencia, en cualquiera de sus formas, erosiona ese derecho y limita las oportunidades de quienes más dependen de la estabilidad institucional.

Como advertía Norberto Bobbio, “sin seguridad no hay libertad posible, porque la libertad presupone la vida y la integridad de las personas”. Este principio, tantas veces relegado en los debates políticos, recuerda que la paz social no es un lujo, sino el cimiento de todo orden democrático.

Resulta preocupante, por ello, el modo en que sectores políticos han instrumentalizado la memoria reciente de los estallidos sociales para advertir que, si una coalición distinta de la izquierda llegara al gobierno, el país se vería nuevamente sumido en episodios de violencia. Ese argumento no solo configura un chantaje político inaceptable, sino que también implica una naturalización peligrosa de la violencia como herramienta de presión sobre la deliberación democrática. En el fondo, se transmite el mensaje de que la paz social estaría supeditada no a la fortaleza de las instituciones ni al respeto del Estado de Derecho, sino a la permanencia de una fuerza política en el poder.

Este razonamiento vulnera la esencia misma de la democracia. El pluralismo político se sustenta en la posibilidad de alternancia, en la convicción de que ninguna coalición tiene el monopolio de la gobernabilidad. Advertir sobre supuestos “castigos” violentos o reedición del uso de la violencia para desestabilizar al gobierno si la ciudadanía decide otra opción electoral equivale a relativizar la legitimidad de la decisión popular y a condicionar la soberanía ciudadana al temor.

Más grave aún: normaliza la idea de que la violencia es un instrumento legítimo de acción política, lo que contradice toda noción moderna de derechos humanos y convivencia cívica.

Como señaló Hannah Arendt, “la violencia puede destruir el poder, pero es absolutamente incapaz de crearlo”.

En el caso chileno, aceptar implícitamente la violencia como amenaza latente sería renunciar al fortalecimiento de la institucionalidad democrática en favor de un orden frágil, sostenido en la intimidación.

El desafío que enfrenta Chile es avanzar hacia una condena transversal, sin ambigüedades ni dobles estándares, de la violencia política. Ello exige coherencia en el discurso y consistencia en la práctica: no puede relativizarse la violencia según quién la ejerza ni según el contexto en que se despliegue.

La democracia no es compatible con el chantaje, ni con el cálculo que tolera la violencia como mecanismo de negociación. En hora electoral sería esperable que todas las candidaturas afirmen, con claridad y sin vacilaciones, que la violencia no es un recurso político legítimo, sino un quiebre del pacto democrático. Solo sobre esa base es posible construir una convivencia donde el orden público no sea un botín en disputa, sino un derecho garantizado para todos y una plataforma indispensable para el desarrollo.

La tarea de nuestra generación política es, en definitiva, proscribir de una vez por todas la violencia como herramienta de acción política y blindar la democracia frente a quienes pretenden condicionar su futuro con la amenaza de la fuerza. (El Mercurio)

Felipe Harboe Bascuñán