Editorial NP: Paz social, democracia y candidaturas

Editorial NP: Paz social, democracia y candidaturas

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Las recientes declaraciones de Jorge Desormeaux, junto con las reacciones que suscitaron, han vuelto a instalar en el debate público una inquietante premisa: la idea de que una eventual elección de José Antonio Kast podría desatar una nueva oleada de violencia social, una suerte de reedición del 18-O. No se trata solo de un ejercicio de futurología política, sino de un relato que, por la forma en que se instala, tiende a condicionar las preferencias ciudadanas mediante la amenaza velada de un futuro caos.

El diseño implícito es evidente: si la paz social es el bien superior, entonces la opción razonable sería Evelyn Matthei, representante de una centroderecha moderada, o incluso Jeannette Jara, desde la centroizquierda, que son las candidaturas más competitivas con la de Kast. De esta forma, la tesis opera como un desvío estratégico: no se trata de convencer por programas ni por liderazgo, sino de bloquear preventivamente a un candidato bajo el argumento de que su triunfo no sería soportado por la sociedad, dada la previsible conflictividad  de sus decisiones en materias sociales, económicas, políticas y hasta culturales.

La pregunta de fondo es si este diseño es leal con la competencia democrática. Y la respuesta, como bien han apuntado algunos analistas, pareciera que no lo es. En efecto, al advertir que el triunfo de un candidato traerá consigo desorden social, no solo se proyecta un miedo colectivo como progenitor de posturas electorales, sino que se instala un poder de veto informal en manos de aquellos que efectivamente estarían dispuestos a incendiar las calles. De ese modo, el juego democrático se desnaturaliza cuando la  coacción de la violencia funciona como criterio de selección electoral, aun cuando tal comportamiento de una autoridad pudiera estar dirigido al control de una violencia sin reglas como es la delictiva.

De allí que también es cierto que las advertencias sobre la indispensable estabilidad del país no son un ejercicio vacío. La historia ofrece lecciones claras: ya en la Roma clásica, Cicerón atacaba a Catilina no solo por sus ambiciones desmedidas, sino por el desorden institucional que irradiaba su carácter y conducta. La ideología, el temperamento y la forma de ejercer el liderazgo no son solo adornos retóricos: constituyen señales que anticipan los efectos de un eventual gobierno. Cuando un candidato exhibe un estilo confrontacional e inflexible o una tendencia a dividir a la nación en conjuntos enemigos, es legítimo que se proyecte que tales rasgos podrían trasladarse al ejercicio del poder, exagerando el uso de la autoridad transferida y buscando imponer conductas y cambios a acuerdos democráticamente logrados y ya instalados. Se aumenta así la conflictividad social y permea las decisiones de los agentes económicos en nuevos emprendimientos o en más inversiones que mejoren las condiciones de vida de un país por años ralentizado debido a malas políticas públicas y al aumento y extensión de conductas corruptas a todo nivel y espacio.

De ahí que la evaluación ciudadana en materias electorales no debiera limitarse a la igualdad de reglas procedimentales o al trato leal y bienintencionado. La democracia también exige ponderar si un liderazgo determinado contribuye a la paz social o, por el contrario, erosiona la convivencia común. Advertir sobre los riesgos de una candidatura puede ser, en este sentido, un ejercicio de responsabilidad política, siempre que no se transforme en un chantaje colectivo, ni en una profecía autocumplida que termina generando lo que pretendía prevenir.

El verdadero desafío, de cara a las próximas elecciones, es doble. Por un lado, reafirmar que cualquier candidato que alcance la mayoría ciudadana bajo reglas claras merece gobernar en paz, y que cualquier intento de deslegitimarlo en las calles debe ser rechazado categóricamente. Por otro, reconocer que la democracia no puede desentenderse de la sustancia de quienes aspiran a conducirla: las ideas, el carácter y el respeto institucional de un candidato son indicadores válidos para prever si un eventual mandato será fuente de estabilidad o de conflicto.

En definitiva, defender la democracia implica tanto proteger sus reglas, como asumir con realismo las señales que anticipan las conductas de gobierno de quienes pretenden hacerse cargo de tales responsabilidades. La paz social no se construye únicamente en la ausencia de protestas -que curiosamente muestran menor frecuencia en administraciones de izquierda y tienden a incrementarse en gobiernos de derecha-, ni tampoco en la pura formalidad electoral, sino en el delicado equilibrio entre instituciones firmes, liderazgos responsables y pueblos informados.

No habría que olvidar tampoco que para la mantención del orden público no basta con la simple amenaza de mano dura o la represión. El país tiene experiencia en esta materia durante el gobierno militar cuya rudeza en dicho control no impidió las decenas de protestas que la oposición de la época llevó a cabo en todo el país, con funestas consecuencias.

Como señalara Séneca, sacra populi lingua est: la voz del pueblo es sagrada. Pero esa voz, para sostener la democracia y la república, requiere tanto libertad en su expresión como prudencia en la propia conducta y en el acto de elegir racional e informadamente liderazgos que entienden que la ley, las negociaciones y los acuerdos de mayorías, son los límites entre la política democrática y la guerra, más allá de la indesmentible sentencia de Von Clausewitz que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. (NP)