La tónica de los últimos días de la campaña presidencial ha sido tan previsible como agotadora. El que va primero se dedica a tirar la pelota a la tribuna y pedir la hora; la que va segunda extrema sus recursos para hacerlo tropezar.
En jerga futbolística, José Antonio Kast estacionó el bus frente al arco y le importa un comino si su presentación es deslucida. De hecho, no recuerdo un candidato favorito a habitar La Moneda ofreciendo tan, pero tan poco. No se le exige que sea Obama, pero la narrativa majadera de la crisis permanente y del “gobierno de emergencia” debe ser de lo menos inspirador que hemos visto en estas lides.
Kast no pretende construir horizontes compartidos: se presenta más bien como un bombero que viene a apagar el incendio provocado por Boric y el octubrismo. Kast es un volante de quite que conoce bien sus limitaciones, y ni se ofrece a pedir la pelota en tres cuartos de cancha. Con eso —y sólo eso— le basta para ganar.
Jeannette Jara, por su parte, siguió el consejo de quienes le recomendaban subir la temperatura y agudizar las contradicciones —probablemente lo único marxista que ha hecho en toda la campaña. Como los uruguayos cuando van perdiendo, Jara no abandona la cancha sin repartir una buena dosis de patadas.
Si ya es inevitable que gane Kast, que cuando suene el pitazo final el republicano termine sangrando. Jara, además, invierte en el futuro: de tanto torear a Kast, podría instalarse la idea de que ella —y no Boric— es la verdadera antagonista del próximo presidente. Y ya sabemos que, en un ciclo oposicionista, no hay activo más rentable que convertirse en la némesis de un mandatario en apuros.
Pero este contraste performativo esconde un choque mucho más profundo: la forma en que ambas candidaturas han intentado proyectar lo que realmente está en juego el próximo 14 de diciembre. Evidentemente, no se trata de una batalla entre fascismo y comunismo.
A diferencia de 2021, cuando Boric y Kast representaban polos ideológicos opuestos, la elección de 2025 ha estado mucho más polarizada en términos afectivos que programáticos. Hace cuatro años, optar por uno u otro equivalía a elegir dos modelos de Chile completamente distintos. Ahora, en cambio, la convergencia en materias de orden público y economía es demasiado resonante como para ignorarla.
Lo que está en juego en esta elección es la vigencia —o el reemplazo definitivo— del clivaje de 1988, que dividió a Chile en dos campos nítidos y antagónicos: por un lado, quienes votaron contra la continuidad de Pinochet; por el otro, quienes apoyaron su permanencia en el poder.
La intensidad de la dictadura fue tal que logró subsumir los clivajes previos —Estado/Iglesia, capital/trabajo, campo/ciudad— que habían estructurado el sistema de partidos chileno hasta 1970. Los que votaron NO siguieron votando por los partidos de izquierda y centroizquierda durante las tres décadas posteriores; los que votaron SÍ hicieron lo propio con la derecha.
Jugando en la cancha emotiva de 1988, y con un padrón aún anclado en ese hito, las fuerzas progresistas llevaron siempre todas las de ganar. Si Sebastián Piñera fue la excepción, ello se debió en gran parte a que logró presentarse como la progresión natural dentro de una cierta continuidad concertacionista.
Para desdramatizar la alternancia, su estrella imitaba el arcoíris de la famosa campaña del NO. Y, por cierto, Piñera votó NO. Hasta hoy, Chile no ha tenido un solo presidente en 35 años que haya votado por el SÍ. De ahí que Jara haya insistido en los últimos días en reactivar la potencia emocional y moral de ese clivaje.
Kast, en cambio, apuesta por instalar el clivaje del 2022: la siguiente gran ocasión en que los chilenos pudimos realinearnos política y afectivamente. Otra vez un plebiscito. Otra vez con participación universal. El Apruebo y el Rechazo no fueron solo un veredicto sobre un texto constitucional, sino también la cristalización de identidades políticas opuestas: octubrismo versus septiembrismo, como alguien bautizó por ahí.
La derecha no monopolizó el Rechazo, pero sin duda lo lideró. Y la paliza de Republicanos en la elección del Consejo Constituyente le dio combustible a la tesis del nuevo clivaje: con voto obligatorio, emergía un país más conservador y más autoritario que, de ahora en adelante, favorecería sistemáticamente a la derecha.
Aunque esa tesis naufragó en el plebiscito de salida de la Kastitución en diciembre de 2023 —cuando el electorado volvió a comportarse como en 1988 y muchos concluyeron que, en el fondo, no era de derecha sino más bien anti-establishment—, las últimas maniobras de la campaña de Kast buscan revivirla. El apoyo de Eduardo Frei, aunque irrelevante en términos electorales, sí tiene un peso simbólico considerable: rompe el clivaje de 1988 e instala el de 2022. En 1988, Frei y Kast estaban en veredas opuestas. En 2022, en cambio, ambos estuvieron por el Rechazo.
El clivaje de 1988 termina de morir, finalmente, cuando llega a La Moneda un candidato que estuvo abiertamente por el SÍ. No porque de pronto se vuelva cool haber apoyado a la dictadura -que lo diga Mayne-Nichols-, ni porque cambie la interpretación hegemónica sobre el valor histórico de recuperar la democracia. Más bien, ese clivaje pierde fuerza cuando la memoria se difumina y emergen nuevos sentidos comunes, como los que se condensaron en torno al Rechazo en 2022. Jara quisiera que el partido siguiera jugándose en la épica democrática de 1988, pero es poco probable que ese hechizo vuelva a surtir efecto. Kast, en cambio, apuesta a que el folio cambió y que se acaba de inaugurar una nueva línea divisoria en la política chilena —una que no sabemos cuántos años, lustros o décadas podría perdurar. (Ex Ante)
Cristóbal Bellolio



