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¿Qué mejor manera de debilitar la participación que el voto no sea obligatorio para el plebiscito del 26 de abril? Pero nuestros legisladores no entienden. Unos desde un liberalismo abstracto, y los más desde el cálculo de que en comunas de mayores ingresos se vota mucho más que en las de bajos ingresos, se han negado a retornar al voto obligatorio y a cumplir de ese modo el mandato de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre: “Toda persona tiene el deber de votar en las elecciones populares del país del que sea nacional”.

¿Cómo podría ser voluntario el acto de presentarse en un local de votación para pronunciarse acerca de si se quiere o no una nueva Constitución, la primera democráticamente gestada en un país que tiene ya 210 años de vida independiente y que habiendo reconocido siempre la soberanía popular parece tenerle miedo a este principio, el miedo propio de las élites que se sorprendían al ver gente tan distinta a ellas cuando todos concurríamos a votar y se formaban largas filas que mostraban la amplia diversidad social, económica y étnica del país?

Pero lo más probable es que de cara al 26 de abril los ciudadanos vayan entendiendo que, además de obligaciones jurídicas, existen también imperativos políticos y deberes de orden moral, y que votar ese día, ya sea por una u otra alternativa, es uno de esos imperativos que deben cumplirse desde la pura y simple convicción, esa que cada cual admite en conciencia y no porque una ley lo conmine a ello.

Todos sabemos que la de abril no será una votación cualquiera, sino una que tiene especial importancia histórica, tanto como la tuvo el plebiscito de 1988, a partir del cual se inició una lenta transición a la democracia e, igual que ahora, en medio de pronósticos catastrofistas de sectores conservadores que nunca ocultaron su temor —¡vaya, su pánico!— a que triunfara entonces la opción por el cambio. Tanto si la sienten realmente o la fingen para atemorizar a los electores, ¿cómo esos sectores siguen funcionando desde el miedo, y desde la desconfianza a la soberanía popular, el mismo miedo que los llevó luego a temer la candidatura de Aylwin, mucho más la de Lagos, y ni qué decir la de Michelle Bachelet, y, en otro orden de cosas, que los impulsó a pronosticar a los cuatro vientos el despeñadero moral del país cuando se aprobaron leyes sobre la igualdad de hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, sobre divorcio, y sobre aborto en tres causales? ¿Es que no aprenden o simplemente no tienen más ideas que la de infundir temor a una población adulta que hace ya tiempo dejó de impresionarse por élites satisfechas y enemigas de cualquier cambio que pueda oponerse a sus intereses y convicciones, siempre materiales los primeros e invariablemente minoritarias las segundas?

Pero en esos sectores hay también algunos que aprendieron la lección y se dieron cuenta de que los pregoneros del apocalipsis nunca tuvieron la razón. Son los que votaron “Sí” en 1988 y que, andando el tiempo, se dieron cuenta de que lo mejor y más coherente fue transitar a la democracia de la mano de demócratas y no del dictador que teníamos entonces. Son los que abrieron los ojos ante las violaciones a los derechos humanos entre 1973 y 1990. Son los que se dieron cuenta de que no era justo ni decente condenar los atropellos a tales derechos en las dictaduras comunistas y no hacerlo en el caso de la que habíamos tenido en casa. Son los que ahora, militando en partidos de derecha y pensando en el futuro de Chile en vez de hacerlo en la PSU, en la Plaza Baquedano, en las fogatas de la Alameda o en la irrupción de hinchas en el césped de los estadios, no están dispuestos a dejarse atemorizar de nuevo y que confían en que la soberanía popular no sea solo una frase que se repite sin mayor convicción en los textos constitucionales.

La votación del 26 de abril no es entre izquierda y derecha, y será lo más transversal que hayamos tenido nunca.

Enhorabuena. (El Mercurio)

Agustín Squella

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