Violencia de exportación

Violencia de exportación

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El narcotráfico como producto audiovisual es el equivalente a lo que en los 60 fue el realismo mágico y la novela de dictadores. El imaginario fantástico patentado por García Márquez cedió ante el hiperrealismo violento de obras como Narcos y El Chapo, y la caricatura del tiranillo de república bananera dio paso a la imagen de democracias infiltradas por el dinero proveniente de la coca, donde no se salvan ni presidentes ni jueces ni policías.

Ahora se estrenó la tercera temporada de Narcos, una realización excepcional en varios sentidos, que arroja luces sobre la violencia como fuente de poder y como amenaza permanente, sobre la imposibilidad de escapar a un destino marcado por la fatalidad, y sobre el rol de la familia.

Las primeras dos versiones estaban centradas en Pablo Escobar y cubrían desde principios de los 80 hasta la muerte del capo del cartel de Medellín. No estaba fácil encontrar un personaje con la capacidad seductora y los niveles de ambigüedad de Escobar. Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, que al mando del cartel de Cali acapararon la mayor tajada del negocio a mediados de los 90, están lejos de ese magnetismo. Por ello los guionistas trasladaron el eje del relato al policía de la DEA Javier Peña y al encargado de seguridad de los hermanos Rodríguez, Jorge Salcedo. Este último, cada vez más incómodo, aspira a formar una empresa de inteligencia y a vivir en paz con su esposa e hijas.

Poco se ha dicho de la familia en Narcos. Puede que Escobar haya sido uno de los canallas más grandes de la historia, pero aquí se lo ve como esposo, padre e hijo ejemplar. La mafia, además, constituye en sí misma una suerte de gran familia a la que llegan hombres “huérfanos”, sin otro soporte, ni económico ni emocional. Ellos son adoptados a cambio de su lealtad, el único valor intransable.

En esta última temporada, la familia de Salcedo representa algo así como un espacio impoluto por el que valen la pena los mayores sacrificios. Y por el lado de Miguel Rodríguez, el dilema que plantea la serie es cómo distinguir entre la ética del sentimiento (el amor filial) y la ética del poder (el éxito y la perpetuación del negocio).

Pero hay un aspecto que Narcos ignora por completo: el de los consumidores. Estados Unidos es la mayor fuente de ingresos de los traficantes, pero en la serie lo único que vemos es que gracias a la pericia de la DEA los capos son ajusticiados. No hay, tampoco, elementos que cuestionen la política de la “guerra contra las drogas”.

Si consideramos que hoy siguen muriendo miles de personas a causa del narcotráfico y que la corrupción penetra todas las instituciones, de pronto es hora de pensar seriamente en legalizar las drogas. Así se controlaría tanto su calidad como el precio, y todo el dinero que se gasta en represión podría destinarse a prevenir el consumo. A 40 años de que se declarara la guerra a los carteles, es obvio quienes la van ganando. (La Tercera)

Alvaro Matus

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