Una visión estatizadora

Una visión estatizadora

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Presionado por las circunstancias políticas, el Gobierno ha sacado adelante la idea de legislar en materia de educación superior, extendiendo vales a futuro que nadie sabe si podrán pagarse.

El proyecto muestra una fe ciega en el Estado, al tiempo que establece regulaciones hacia el sector privado que no se condicen con la autonomía constitucional que detenta y con el aporte que ha realizado al crecimiento del país y la clase media.

Desde que en 2015 las universidades privadas tuvimos que adoptar la decisión trascendente de ingresar o no a la gratuidad, sostenida únicamente por una glosa presupuestaria, quedó claro que existía una diferencia entre el discurso relativo a que todas las universidades que cumplieran con los requisitos podían adscribir a ella, sin problemas, y la realidad más dura, representada por un número relevante de actores que expresaban un rechazo ideológico a la presencia de casas de estudios privadas, aun cuando éstas tenían indicadores académicos superiores a muchas de las universidades del Estado.

Esto ha vuelto a quedar de manifiesto en este proyecto, que duda de la capacidad de las personas de decidir por sí mismas, olvidando el verdadero foco de la reforma, es decir, los estudiantes, y no una fórmula de fortalecimiento para un número cerrado o un “cartel de universidades”, en palabras del ex rector de la UAH, Fernando Montes.

Hasta ahora, se ha impuesto el rechazo de algunos sectores a abrirse a la búsqueda de cambios que respeten la diversidad del sistema.

Seamos honestos: al día de hoy no hay reforma, sino solo una gratuidad sostenida por glosas anuales. El efecto subyacente de esta política, tal como se ha ido implementando y se reafirma en este proyecto, apunta en la línea de restringir la oferta de educación universitaria, lo que se traducirá, de no mediar cambios, en la desaparición de universidades, debido al casi congelamiento de la matrícula y los bajos aranceles referenciales.

En el proceso que se inicia a través de la aprobación de la idea de legislar sobre la materia, se destaca positivamente la clarificación de lo que se entenderá por lucro. Hasta hoy, la ausencia de una reglamentación clara perjudica a las universidades, porque en definitiva ampara imputaciones al voleo y carentes de sustento. Es altamente recomendable que algunas disposiciones esbozadas sobre el lucro sean de carácter general, aplicables a todas las universidades, inclusive las estatales, ya que ello daría más transparencia al sistema.

Asimismo, el fin del Crédito con Aval del Estado, CAE, es una decisión que va en la línea correcta, al recuperar los conceptos básicos del proyecto presentado sobre la materia por el anterior Gobierno.

En la discusión que se avecina, deberá abordarse de manera seria la diferencia entre el costo real de las carreras y el arancel regulado, la limitación al crecimiento de las universidades en no más de un 2,7% anual y, finalmente, la ausencia de una exigencia académica a los estudiantes para conservar el beneficio de gratuidad.

Cuando más de 200 mil personas acceden a educación gratuita, debe asumirse con sentido de urgencia y altura de miras la solución de los problemas que se han ido dando, para ayudar, entre otras cosas, a una adecuada focalización de los recursos públicos en quienes más han hecho esfuerzos para ganárselos y conservarlos. En este sentido, la manera como se ha iniciado la discusión legislativa es muy preocupante. (La Tercera)

Teodoro Ribera

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