No existe duda de que el país requiere estabilidad política, progreso económico sostenido y paz social. Ello no implica negar los conflictos -abiertos o silenciosos- que forman parte natural de toda sociedad, sino asumirlos dentro de reglas compartidas, donde la cooperación prevalezca sobre la confrontación, la negociación reemplace la agitación callejera y se excluya toda forma de violencia. Fortalecer las instituciones es, en este sentido, una tarea urgente.
Hace pocos días se cumplieron treinta y siete años del triunfo del NO, en el plebiscito del 5 de octubre de 1988 que permitió la recuperación de la democracia. Prevaleció la esperanza de conquistar libertades y derechos esenciales, poniendo término a la dictadura. Aquella transición, con sus limitaciones, abrió un ciclo virtuoso de crecimiento, mejoras sociales y modernización institucional. Fueron tres décadas de avances que encaminaron al país hacia el desarrollo dentro de una democracia eficaz y fortalecida.
Sin embargo, a seis años del estallido del 18 de octubre de 2019 y ante una nueva elección presidencial, persiste una sensación de vulnerabilidad institucional. Desde entonces, dos procesos constitucionales fallidos, el estancamiento económico, el desempleo, la expansión de la informalidad, el tráfico de influencias, la corrupción y el crimen organizado han configurado un país más incierto.
Estos hechos impulsan hoy una revalorización de la democracia, del crecimiento y de la sana convivencia entre el mundo político, empresarial y social. Al mismo tiempo, la creciente demanda de seguridad -frente al narcotráfico, los secuestros y la inmigración irregular- refleja que las amenazas a la democracia son múltiples y reales. Su preservación depende de un compromiso transversal con sus valores esenciales.
La antigua oposición entre democracia y autoritarismo o izquierdas y derechas ya no basta para describir el mapa político contemporáneo. Coexisten sistemas que combinan control estatal con mercado, religiosidad con modernidad tecnológica, nacionalismo con apertura global y populismo con sofisticadas herramientas de manipulación digital. En muchos casos, el poder se ampara en la promesa de estabilidad mientras restringe los espacios de deliberación y vacía el sentido de la representación. Surgen así regímenes híbridos que conservan la forma institucional, pero erosionan su contenido democrático, o modelos que sustituyen la noción de ciudadanía por la de pertenencia identitaria o moral.
Las democracias enfrentan además crisis internas de confianza y cohesión. La polarización, la desinformación y la fatiga cívica debilitan sus cimientos. En este escenario, los extremos -conservadores o revolucionarios- dominan el debate público, desplazando matices y acuerdos. En un mundo que busca recomposición y eventuales procesos de paz, la humanidad parece debatirse entre dos pulsiones: la de quienes buscan seguridad mediante el control y la de quienes creen que la convivencia requiere diversidad y diálogo. En esa tensión, más que en las fronteras ideológicas, se juega hoy el futuro político de las democracias modernas.
El sistema democrático se sostiene sobre valores que deben irradiar desde la escuela, la política, la academia y los medios. Evitar su atrofia en un mundo dominado por la revolución tecnológica exige mantenerla viva y capaz de reinventarse. Su fortalecimiento dependerá de avanzar hacia una democracia comprometida con la seguridad, las oportunidades, la cohesión social, la igualdad, la transparencia y la ética. La regeneración democrática será fruto de la acción conjunta de la sociedad civil, la academia, los medios y, especialmente, de la responsabilidad de la clase política.
Por ello resulta esencial evitar las polémicas estériles y los discursos simplistas que solo profundizan la desafección ciudadana. El debate público debe recuperar rigor y propósito: analizar las debilidades y amenazas de la democracia para fortalecerla, evitando tanto la autocomplacencia como el derrotismo.
En este marco, la transparencia de quienes aspiran a gobernar no puede limitarse a la exhibición de conocimientos técnicos. Como recuerda Daniel Innerarity, apelar únicamente al saber experto sin una clara exposición de valores resulta insuficiente.
Por otra parte, la rendición de cuentas de quien gobierna, constituye, a su vez, un componente esencial de la calidad democrática: cuando los gobernantes actúan sin control ni ética, la democracia se erosiona. La obligación de ser veraz y coherente adquiere aquí plena relevancia, pues la sociedad contemporánea padece los efectos del discurso engañoso y de las promesas incumplidas.
Finalmente, mantener la conexión con la ciudadanía es una exigencia moral del liderazgo. El riesgo del distanciamiento moral lo provoca la acumulación de poder sin contrapesos ni empatía.
En este contexto, Chile enfrenta una decisión trascendental. La calma que hoy se invoca no significa inmovilidad, sino madurez: comprender que no hay desarrollo sin democracia ni democracia sólida sin diálogo, seguridad y crecimiento. El país necesita serenidad y reflexión para elegir con sabiduría a quién y con quiénes se dirigirán los destinos de Chile a partir de marzo de 2026. Esa decisión marcará no solo el rumbo político, sino también la calidad de la convivencia democrática de los próximos años. (El Líbero)



