Una moral para empresarios-Genaro Arriagada

Una moral para empresarios-Genaro Arriagada

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Hirschman expresó muy bien la pregunta: ¿Cómo fue que el comercio, la banca y otras actividades similares, generadoras de dinero, devinieron en honorables en un cierto momento de la historia moderna, después de haber sido condenados o despreciados por siglos como codicia, amor al lucro o avaricia?

A ello contribuyó la difusión de la ética calvinista, pero sus mayores impulsores vivieron en el siglo XVIII como Adam Smith o Benjamin Franklin. Luego vinieron los utilitaristas. Y, como un manto que todo lo cubre, el liberalismo, que no solo vino a defender las libertades individuales y la limitación del poder, sino también a legitimar la riqueza y su búsqueda como objetivo respetable de la libertad personal.

A partir de ese momento, la economía empezó a caminar por el filo de una navaja: una fina línea que separa al bien del mal. Basta un resbalón para estar en el ala buena de la historia, o caer hacia el otro lado, sumido en la ignominia. En lo bueno, esta legitimación de la riqueza hizo posible el capitalismo, el más eficaz sistema económico que haya conocido la humanidad en materia de producción de bienes y servicios (aunque no de justicia social que, por lo demás, no es su función), y con ello abrió un enorme espacio para el alivio de la miseria.

En el lado peligroso de la ecuación, el liberalismo económico, en su búsqueda de la prosperidad, no aludió ni a la razón ni a valores superiores, sino al interés. Es célebre la frase de Adam Smith de que «no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios, sino su egoísmo…».

Para ser honestos con Smith, él no habló de vicios privados, sino de intereses individuales; pero de esa afirmación hay apenas un paso para caer en un utilitarismo vulgar que diga simplemente que los vicios privados acarrean beneficios públicos y que la clave del progreso económico son factores como el egoísmo, el afán desmedido de riqueza, la avaricia, la especulación, la lucha implacable de unos contra otros por los mercados. Que la caída en este tipo de simplismos no está reservada a espíritus zafios lo muestra Milton Friedman cuando en Chile, en 1975, consultado sobre las actividades especulativas, que a la sazón hacían nata, contestó: «Especulativo es solo una palabra y no corresponde a algo malo… la gente siempre culpa a los especuladores, pero en general cumplen una función útil». Es la exaltación de la moral de los bribones.

¿Qué hacer? ¿Volver a siglos atrás y condenar el comercio, la banca y otras actividades generadoras de riqueza? ¿Crear una nueva moral empresarial que condene el dinero, el lucro, la sed de ganancias? Volver a la actitud del siglo XVI sería un imposible reaccionario y crear una moral en los negocios como la que se acaba de mencionar sería negar al empresariado.

Se podría decir que el «maquiavelismo» es en la política lo que el «utilitarismo vulgar» en la economía. El primero afirma que la conquista y conservación del poder se debe hacer por medios brutales, con crueldad y falta de escrúpulos, sin piedad hacia otros, con engaño y mala fe, porque ese es el precio de la estabilidad. El «utilitarismo vulgar» afirma que el interés propio es la medida de todas las cosas, que la finalidad de las personas es el logro de ganancias y que en ese camino nada importa, pues una «mano invisible» hará que el afán de riqueza (mientras más, mejor) sea doblemente beneficioso, ya que favorecerá al individuo que lo lleva adelante y, a la vez, a la sociedad.

Pero ambos son errores morales. No es cierto que la política sea el lugar donde la verdad, la misericordia, la bondad, la aspiración a la superioridad del bien sobre el mal no tengan lugar. Ni tampoco que en la actividad empresarial las preocupaciones morales no sean centrales, pues una «mano invisible» logrará la alquimia de transformar vicios privados en virtudes públicas.

Pero reclamar de los empresarios una moral estricta no puede significar imponer una norma que los niegue. Si al político le impidiéramos la aspiración a la conquista, al ejercicio y a la mantención del poder, simplemente lo mataríamos. Si en el empresario condenáramos la búsqueda de la utilidad, esto es de los medios eficaces para satisfacer las necesidades, entonces haríamos imposible su actividad, también si lo priváramos del racionalismo económico que juzga su acción acorde al valor práctico de la utilidad, el lucro, costos y beneficios.

Lejos de fanfarronadas morales, gratas de escuchar, pero que tienen poco que ver con lo que es la vida empresarial, las universidades tienen mucho que hacer en la elaboración o adaptación de la enseñanza de una moral práctica que, reconociendo la naturaleza de la actividad, le den un mayor sustento ético y, sin negarla, la hagan más respetable ante sí misma y la sociedad. (El Mercurio)

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