Estoy de acuerdo con la propuesta de Klaus Schmidt-Hebbel sobre un régimen parlamentario para Chile, tras el doble objetivo de la democracia y el desarrollo. La evidencia empírica y los estudios comparativos sobre la materia son abrumadores.
A los argumentos expuestos por Schmidt-Hebbel, quisiera agregar los siguientes:
En los últimos 70 años, por muy lejos la región más estable del mundo ha sido Europa, enteramente parlamentaria (o semiparlamentaria o semipresidencial, pero en ningún caso presidencial). En claro contraste con lo anterior, la región más inestable del mundo ha sido América Latina, enteramente presidencial. Estados Unidos ha sido el paradigma de un sistema presidencial estable, de suyo excepcional, con sistema electoral uninominal y bipartidismo, y un claro esquema de checks and balances (pesos y contrapesos).
En Chile hemos vivido entre el mito del presidencialismo y el prejuicio contra el parlamentarismo. Los ensayistas e historiadores se han encargado de idealizar al primero y denostar al segundo, al margen de cualquier escrutinio crítico. No se repara en el hecho de que la democracia del siglo XIX terminó en una Guerra Civil y la democracia del siglo XX en un golpe de Estado. En todo ese período rigió un sistema presidencial, bajo las constituciones de 1833 y 1925.
La Guerra Civil de 1891 tuvo directa relación con el debate sobre presidencialismo y parlamentarismo, con una incapacidad de la élite política (balmacedistas y antibalmacedistas) para construir un consenso. De haber existido un sistema parlamentario o semipresidencial en 1970-73, Allende tendría que haber llegado a un acuerdo con la Democracia Cristiana. Así lo requiere la estructura de incentivos de un sistema parlamentario, que es un juego de cooperación, mientras que el presidencialismo es un juego de suma cero.
Se dice que en Chile el parlamentarismo habría fracasado, en circunstancias de que nunca se le ha intentado siquiera. Bajo la llamada “República Parlamentaria” (1891-1920) el Presidente era elegido directamente, por un período fijo, confluyendo en el Presidente de la República la doble calidad de jefe de Estado y de Gobierno, sin que pudiera disolver el Parlamento; es decir, todas las características de un sistema presidencial (que yo llamo desvirtuado, en la medida que se abrieron paso unas perniciosas y mal entendidas prácticas parlamentaristas) y ninguna de las características de un sistema parlamentario.
El paso de una separación a una colaboración de poderes; de una independencia (el Presidente y el Parlamento son elegidos directamente por sufragio universal) a una dependencia entre Ejecutivo y Legislativo (el gobierno es elegido por el Parlamento); de un período fijo a uno más flexible de gobierno; de una concentración de poderes entre las funciones de jefe de Estado y de jefe de Gobierno en la persona del Presidente de la República a uno de separación de las funciones entre jefe de Estado y jefe de Gobierno; de una forma traumática (y de crisis) de remoción del Presidente de la República (impeachment) a una no traumática (de continuidad institucional) de remoción y cambio del jefe de Gobierno (voto de censura constructivo), con la posibilidad de disolución del Parlamento, todo ello acompañado de una formación de coaliciones después (y no antes) de las elecciones; en definitiva, de la rigidez propia del presidencialismo a la mayor flexibilidad que encontramos en una forma de gobierno parlamentaria o semipresidencial, tales son algunas de las diferencias entre presidencialismo y parlamentarismo, y algunas de las ventajas (me atrevo a sugerir) de este en relación a aquel.
Alguno podrá legítimamente preguntarse: ¿cómo alguien puede proponer un sistema parlamentario ante la realidad de desprestigio del Congreso y los partidos, y el fraccionamiento inaudito de estos últimos? Mi respuesta es muy simple: todo lo que estamos viendo es producto del presidencialismo realmente existente (¿o alguien cree que en Chile tenemos un sistema parlamentario?). No recomendaría un sistema parlamentario para América Latina, en general, por diversas razones que escapan a este análisis, pero sí para países como Uruguay y Chile, que cuentan con una asentada cultura política y de partidos.
Agregaría un sistema electoral con umbral de 5%, sin pactos electorales ex ante —las alianzas políticas se construyen después y no antes de una elección— y un sistema electoral mixto, en que el elector vota por un candidato o candidata y un partido, como en Alemania y Nueva Zelandia. Así se asegura la existencia de pocos partidos efectivos, con fuerte disciplina interna, con una proporcionalidad asociada a un multipartidismo moderado, evitando la indisciplina y el fraccionamiento de los partidos. (El Mercurio)
Ignacio Walker