Un destino común para Pedro, Juan y Diego-Juan Ignacio Brito

Un destino común para Pedro, Juan y Diego-Juan Ignacio Brito

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Chile parece obsesionado con la suerte de los Errázuriz, los Valenzuela, los Melinao, Pedro, Juan y Diego y los Pérez Cruz. Lo que se inició como una discusión acerca del rol del mérito escolar, en el marco del proyecto Admisión Justa impulsado por el gobierno, ha ido derivando hacia una cuestión más amplia, donde se mezclan realidades incontestables, prejuicios profundos y resentimientos jamás confesados.

Un sondeo realizado por Cadem muestra que una porción muy mayoritaria de los encuestados cree que a “Matías Errázuriz” se le abren posibilidades muy ventajosas en toda clase de dimensiones vitales respecto de las que poseen “Carlos Valenzuela e “Iván Melinao”, cuyas expectativas son deprimentemente similares en la percepción de los consultados. El periodista Daniel Matamala ha escrito columnas muy comentadas que van en la misma línea, basándose en una investigación en desarrollo de tres profesores. Reclama contra “la injusticia palmaria” de “una sociedad que dice recompensar el talento y el esfuerzo de sus hijos”, pero en la cual “pesan el elitismo disfrazado de ‘roce social’, la endogamia vestida de ‘redes’ y la discriminación enmascarada como ‘buena presencia’”. Por si esto fuera poco, el numerito protagonizado por Matías Pérez Cruz en una playa del lago Ranco vino a completar el panorama de esta nueva versión de la lucha de clases, según la cual la alta burguesía hace lo de siempre: le pone la pata encima a los demás. Se trata de un guion antiguo: Chile no es ni nunca ha sido un asilo contra la opresión, sino un lugar donde los de arriba aprovechan sus ventajas de cuna para mantener sometidos a los de abajo.

Pero la narrativa es simplona y presta poca atención a otras variables relevantes. Quizás si se detuvieran a observar las rugosidades concretas del terreno y abandonaran la pasión por las respuestas ideológicamente preconcebidas, los críticos verían que las cosas son más complejas y que el destino de Pedro, Juan y Diego no se juega solo en el clasismo ambiente, sino prioritariamente en otras realidades más profundas. El académico Ricardo Paredes, uno de los investigadores del estudio citado por Matamala, ha sostenido que la del periodista es solo una hipótesis entre varias posibles y que es apresurado saltar a conclusiones. Paredes incluso llega a afirmar que espera que la brecha que identifica “no sea un puro factor de discriminación o de elitismo”. O sea, con los mismos datos que Matamala, el experto aspira a conclusiones diametralmente opuestas a las extraídas por el columnista.

Una vía que podría ser explorada para tratar de explicar las diferencias a las que alude el estudio es que aquello que los chilenos perciben como motivado por un perverso clasismo sea en realidad la manifestación de un fenómeno distinto: la crónica desconfianza que lleva a personas de todo origen socioeconómico a preferir siempre lo conocido y a inclinarse en favor de su grupo más cercano en desmedro de los extraños y los lejanos. Si esto es así, la respuesta profunda no estaría en el elitismo, sino en la falta de confianza.

La confianza de los chilenos se cotiza a la baja. Según la Encuesta Mundial de Valores, en 1990 el 22% de los chilenos respondía afirmativamente cuando se le preguntaba si se puede confiar en la mayoría de la gente. En 2011 esa proporción había caído al 12%, mientras el 70% creía que hay que ser precavido y cuidadoso al tratar con otros. De acuerdo al Barómetro de la Felicidad elaborado por el Departamento de Sociología de la UC y la Coca-Cola, el 56% de los chilenos dice confiar poco o nada en gente de otros barrios, mientras 48% confía poco o nada y solo 10% confía plenamente en quienes provienen de otra clase social. Los chilenos tampoco depositan su confianza en sus vecinos y compañeros de trabajo. Su “red egocéntrica” está conformada principalmente por pocos individuos que provienen en su enorme mayoría de la familia o son amigos. Otras dimensiones, como la confianza institucional y la sistémica, también exhiben registros muy bajos.

Es común que en sociedades donde la confianza interpersonal es escasa, la gente tienda a buscar la complicidad de sus conocidos a la hora de embarcarse en algún proyecto relevante, desde los negocios hasta el matrimonio o la selección de un colegio para sus hijos o del barrio en que residirá junto a su familia. El contacto con quienes son vistos como diferentes (“los otros”) es percibido como un riesgo que es mejor evitar, porque el miedo a salir defraudado es elevado. Son famosas, por ejemplo, las investigaciones del sociólogo norteamericano Robert Putnam donde explica la abundancia de empresas familiares en Italia sobre la base de la desconfianza que prevalece en esa sociedad, a diferencia de lo que sucede en los países donde existen altos niveles de confianza y la sociedad anónima es la configuración empresarial preferida.

Así que una manera alternativa de comprender las diferencias salariales entre Pedro, Juan y Diego es la siguiente: como la gente en Chile desconfía de los que no conoce, está dispuesta a “premiar” a quien pertenece a su grupo de referencia, incluso si este es menos talentoso. Este es un fenómeno transversal en Chile, para nada una costumbre exclusivamente radicada en los niveles socioeconómicos altos. La antropóloga Larissa Adler-Lomnitz describió en los 90 la ubicuidad del muy chileno hábito del “compadrazgo”, mientras Emmanuelle Barozet, socióloga francesa y profesora de la Universidad de Chile, afirma que “el pituto es parte de la estructura defensiva de la clase media” nacional. Agrega que “aunque todos nos indignamos ante los intercambios de favores que hace la clase alta o los arreglines de los políticos o el uso de la parentela para conseguir trabajo entre familias de élite, se observa el mismo fenómeno en las clases medias” chilenas.

Según los expertos, la desconfianza interpersonal no se explica por el clasismo, sino por la falta de asociatividad o de participación en redes sociales de compromiso cívico. En su clásico libro Bowling alone (2000), Putnam describe la erosión del capital social en Estados Unidos a través de la decadencia de todo tipo de asociaciones voluntarias que fortalecían el tejido social norteamericano y que tanto llamaron la atención de Alexis de Tocqueville al visitar ese país en la primera mitad del siglo XIX. Según Tocqueville, las asociaciones civiles ayudan a “engrandecer el corazón y desarrollar el espíritu humano”. El debilitamiento del “superpegamento” que constituye el capital social vinculante ha fragilizado la vida comunitaria norteamericana, al afectar el apoyo mutuo, la solidaridad, la confianza y la efectividad institucional.

En Chile ocurre lo mismo. “Cuando no hay confianza no se coopera, no se hacen sacrificios en momentos de crisis ni se tienen incentivos suficientes como para contribuir al bien común u obedecer la ley sin la necesidad de coacción”, dice un informe publicado en 2015 por el Centro de Políticas Públicas de la UC y el Banco Santander.

Dos fenómenos propios de la modernidad tardía en que vivimos ayudan a explicar el auge de la desconfianza y la subsecuente erosión del capital social.

Por un lado, el individualismo expresado en lo que el filósofo canadiense Charles Taylor define como “la cultura de la autenticidad” o del “individualismo expresivo”, en la cual “cada uno de nosotros tiene su propia forma de formar conciencia de nuestra humanidad y es importante encontrar y vivir nuestra propia vida, en contraposición al sometimiento, a la conformidad con un modelo que nos impongan desde el exterior, ya sea la sociedad, la generación anterior, o la autoridad religiosa o política”. Se trata, afirma Taylor, de un rasgo que “supone centrarse en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido y las hace perder interés por los demás y la sociedad”.

Por otro lado, y vinculado a lo anterior, la precariedad de la institución familiar. Esta es una entidad que no deriva de una opción personal y es la primera socializadora. Es allí donde se aprenden las normas de convivencia, se reproducen costumbres centenarias y se nos acepta y conoce tal cual somos. Una familia frágil es incapaz de cumplir su función de inserción social y produce individuos atomizados.

El problema, como se ve, es mucho más serio que un pueril sentimiento clasista y la contradicción entre una élite aprovechadora y un pueblo sin poder. La desconfianza lleva a que todos los componentes de la sociedad, sin distinción de nivel socioeconómico, incurran en conductas impropias. El estudio del Centro de Políticas Públicas de la UC y el Banco Santander, por ejemplo, atribuía a la falta de confianza el que en 2015 hubiera en el país siete mil familias judicializadas por falsear información en la Ficha de Protección Social, que un millón de personas se declarara, sin serlo, como “indigente” en Fonasa, y que existiera una generalizada evasión tributaria de parte de empresas exitosas y contribuyentes ricos.

El clasismo y el elitismo no parecen ser respuestas que expliquen por completo, ni mucho menos, la realidad de la discriminación y las diferencias existentes en Chile. Es posible, por lo mismo, dejar planteado que, con su machacona insistencia por identificar únicamente un odioso sesgo de clase en los tratamientos disímiles que reciben Pedro, Juan y Diego, los críticos contribuyan a la exacerbación del conflicto social y la desconfianza, mientras pasan por alto causas más complejas y hacen más difícil progresar hacia eventuales vías de solución.

Si lo que se busca realmente es entender que Pedro, Juan y Diego comparten un destino como miembros de una misma comunidad nacional –y no situarlos como enemigos de clase en inevitable hostilidad—, resulta necesario dar un paso atrás para avanzar. Como escribió Francis Fukuyama en Confianza (1995), “para que la democracia y el capitalismo funcionen de manera adecuada deben coexistir con ciertos hábitos culturales premodernos que aseguren su debido funcionamiento”. Estos no son otros que la reciprocidad, la obligación moral, el sentimiento de deber hacia la comunidad y la confianza. (El Líbero)

Juan Ignacio Brito

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