Al intentar una respuesta a este último asunto es bueno partir por aquello que es improbable que suceda. Contra Venezuela no caben guerras arancelarias, por la sencilla razón de que su comercio exterior es irrelevante, al punto que en 2023 sus exportaciones no petróleo a Estados Unidos fueron 330 millones de dólares, una suma que a efectos de comparación es un quinto de las exportaciones chilenas de cerezas a China. También cabe desechar una intervención militar, pues sería, además de un crimen, una estupidez.
Obviamente el petróleo continuará jugando un papel relevante, aunque esta vez su uso como arma de presión ha cambiado de manos. En 1999, al asumir Chávez, los saldos exportables de crudos venezolanos, bordeaban los 2,7 millones de barriles diarios y Estados Unidos consumía más petróleo que el que producía. Veinte años después, esos saldos, en Venezuela, se han reducido a unos 550 mil barriles, Estados Unidos es el mayor productor de crudos del mundo y desde hace cinco años un exportador neto de petróleo. Por tanto, el uso por Venezuela del petróleo como forma de presión es una fanfarronada. Pero no lo es su opuesto, esto es, la decisión de Estados Unidos de no comprar petróleo a Venezuela, amenaza creíble y que causaría un enorme daño a la economía caribeña, sin considerar el impacto que tendría la reposición de las sanciones y revocación de las licencias que fueron parcialmente levantadas en octubre de 2023.
Un efecto colateral de estas decisiones es que originarían una nueva oleada migratoria que algunos estiman en unos dos millones de personas, que se agregarían a los 7,7 millones que ya abandonaron Venezuela. Es la imagen de decenas de miles de personas, marchando hacia la frontera sur de Estados Unidos y a las que se vayan sumando cubanos, colombianos, mexicanos, nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos.
Los gobiernos de EE.UU. y Venezuela coinciden en este escenario, aunque obviamente lo enfrentan de manera opuesta. Para Maduro es el último argumento para disuadir a Washington: “si ahondan la crisis, a los excluidos los mandaremos a golpear las puertas del imperio”. Los “halcones” concuerdan en ese riesgo y asumen que la presión sobre Caracas se diluye si no son capaces de bloquear la emigración hacia el norte. En su visita a cinco países centroamericanos, a días de asumir, Rubio no realizó un acto de cortesía sino una notificación de que deben colaborar a detener el éxodo hacia el norte y recibir, con cargo a su peculio, a los deportados. En Panamá, aunque la amenaza sea sobre el manejo del Canal, la real demanda es que la Selva del Darién —tránsito de cientos de miles de personas en busca de la frontera norteamericana— vuelva a ser “El Tapón del Darién”. México ha sido notificado de que el mayor o menor control de la emigración hacia Estados Unidos incidirá en la menor o mayor presión arancelaria, y en respuesta ha aceptado enviar 10 mil policías adicionales para un mayor control fronterizo.
Mientras tanto, en América del Sur algunos sacan cuentas alegres. Acostumbrados a pensar que la inmigración en el hemisferio es un problema de EE.UU. con México y el triángulo norte de Centroamérica (Guatemala, Salvador, Honduras), creen que esta oleada migratoria no les va a afectar. Craso error y un caso de ceguera política, pues ya América del Sur es, por lejos, la principal receptora del exilio venezolano. Hoy EE.UU. registra 800 mil residentes venezolanos, cifra menor que Colombia (2,9 millones); Perú (1,6 millones) y levemente superior a Chile (0,7) o Brasil (0,6). Bloqueadas las rutas hacia el norte, la presión migratoria hacia las naciones del sur no hará sino aumentar, especialmente hacia Colombia, Brasil, Perú y Chile. (El Mercurio)