Trump: la reacción conservadora

Trump: la reacción conservadora

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Sobran las interpretaciones de por qué ganó Trump y la más obvia es porque la mayoría de los americanos lo prefirió. Sin embargo, ¿por qué lo prefirieron?

Formular algunas conjeturas frente a ese problema puede contribuir al debate de lo que ocurrirá en Chile.

Desde luego y para comenzar por lo más general, no cabe duda de que está apareciendo, cada vez con mayor fuerza, lo que pudiera llamarse una reacción conservadora; ¿en qué consistiría esta? Se trataría de una recuperación de temas olvidados en el debate público y en la cultura que, sin embargo, están en el centro de la sociabilidad humana. En efecto, durante mucho tiempo, el debate público y político estuvo dirigido a responder la pregunta de cómo salvaguardar o promover las libertades, la autonomía personal, estableciendo límites insalvables al Estado. ¿Cómo hacer posible la libertad evitando toda injerencia no consentida? Este enfoque influyó en la escuela y en la familia, que principiaron a concebirse como extensiones de la democracia. Este es el origen, podría decirse, de un amplio conjunto de problemas. Y es que se olvidó la pregunta, exactamente opuesta a la anterior, que estuvo en el origen de las ciencias sociales (en Comte, en Durkheim, en Gehlen, en Parsons), ¿cómo es posible el orden social?, ¿qué es lo que hace posible que las personas estabilicen sus expectativas y ordenen sus deseos? Mientras el primer punto de vista acentuaba los factores que hacen posible la autonomía, el segundo, el conservador, acentúa la necesidad de una orientación compartida, no individualizada ni divisiva, sino común. De ahí entonces que, a pesar de la globalización, haya renacido el Estado nacional, la idea de que finalmente la propia identidad se hunde en un momento inmemorial, adscrito, no elegido, que se comparte con otros. El lema de Trump apela a ese fondo de identidad colectiva que despierta la memoria.

¿Acaso no salta a la vista ese aspecto de la reacción conservadora cuando se observa el renacido orgullo por los símbolos tradicionales a los que se había injuriado apenas poco tiempo atrás, según se vio en las últimas fiestas?

De lo anterior se sigue que la política requiere un cierto universalismo. No apelar a los grupos particulares (gays, trans, minorías étnicas, etcétera), sino a ciertas pertenencias abstractas pero universales en las que todos, también las minorías, puedan reconocerse. Alguna vez fue la clase, luego la nacionalidad, ¿cuál sería hoy esa idea universal? Es probable que este sea uno de los desafíos de la política en Chile; pero las pistas para resolverlo son obvias: hay una gigantesca mayoría de grupos medios (apenas anteayer proletarios) que esperan se revalide su experiencia y se la reconozca en vez de que se la derogue (describiendo lo que las familias experimentan como progreso como un timo o una estafa neoliberal, o sus quejas ciudadanas como “dolores”), como ha ocurrido muchas veces con el discurso del Frente Amplio. Los ciudadanos no son personas dolientes, son miembros de la comunidad que exigen ser tratados como tales. Trump apeló a ese universalismo, sin ninguna duda, y despertó el orgullo y por esa vía brindó reconocimiento a grandes mayorías de trabajadores que no se reconocían en el discurso interseccional que acentuaba la raza, el género o la orientación sexual, que está bien para describir la realidad y discutir papers, pero no para hacer política. En el caso de Chile, ese discurso interseccional sigue haciendo sentido a las nuevas generaciones encandiladas con las lecturas apresuradas; pero no hace ninguno a las familias y los barrios.

Y, claro, está el tema de la seguridad. Los seres humanos incluso para ejercer su libertad —mejor aún: justo cuando se trata de ejercer su libertad— necesitan saber a qué atenerse, prever dentro de ciertos rasgos lo que ocurrirá. Esto es lo que explica el valor de las instituciones (que disminuyen con sus reglas la sombra del futuro); pero esto es también lo que explica que el miedo al otro, que es la forma más dramática de la inseguridad, se constituya hoy en el tema central de la agenda política. Y este tema no se apacigua con discursos biempensantes (es la injusticia y la pobreza el problema, etcétera), sino con revalidar la fuerza legítima del estado que no es otra cosa que el valor del derecho (cuyo revés, como lo sabe cualquier estudiante, es la coacción).

Hay, pues, detrás de este triunfo de Trump un signo más de la reacción conservadora que consiste en recuperar las verdades incómodas de la vida social: que el orden social exige un sentido de pertenencia inmemorial y no solo identidad elegida; que las trayectorias vitales demandan ser reconocidas en el valor que se atribuyen, en vez de ser solo descritas como vidas dolientes y víctimas de injusticia, y que late en la vida social un anhelo de seguridad física que solo se apaga cuando se revalida la tarea más antigua del Estado: ejercer la fuerza para evitar que ella se enseñoree de las relaciones sociales. (E Mercurio)

Carlos Peña