Hay, pues, consenso: la “permisología” es una metástasis que bloquea las energías del país. También, que se viene incubando por años, no importa el gobierno de turno. Se enquista básicamente en los “mandos medios”, agregó Vittorio Corbo en una entrevista reciente. La pregunta es: ¿cómo llegamos a esto? Sin responder a esta interrogante, es imposible detener el avance de este monstruo devorador.
Partamos de lo básico. Lo que tildamos como “permisología” es la burocracia que ralentiza (o, derechamente, hunde) proyectos que a uno le interesa que se desarrollen, sean productivos, inmobiliarios, de infraestructura, de energía, etc. Porque, seamos claros: cuando, con las mismas normas y argumentos se bloquean proyectos que a nosotros nos afectan, sea material o afectivamente, ya no hablamos de “permisología”, sino de “regulación”. Todo depende, entonces, de cuánto cada uno está concernido por el proyecto en cuestión, y desde qué lado u orilla de la mesa se lo evalúa.
Ahora bien, ¿por qué la noción de “permisología” ha alcanzado tan alta y transversal popularidad? Simple: porque el crecimiento económico ha vuelto a tomar centralidad, desplazando del tablero otras dimensiones que hasta no hace mucho iban en ascenso: protección del medio ambiente, de las especies en extinción, de las identidades originarias, de las formas de vida tradicionales, y otras del mismo orden. El cambio de prioridades ha hecho que a parte de la red legal, normativa e institucional que se creó para velar por tal protección hoy se la juzgue como “inútil”.
Hay otro aspecto a tener en cuenta. Es un hecho que desde 1990 el Estado no ha parado de extender sus campos de intervención, con más atribuciones, organización y recursos. Más musculoso, para unos; más obeso, para otros; pero, como sea, tiene más personal, el cual no cambia con los gobiernos. Esta dotación no se compone como antes. Ya no tiene apenas cuarto medio, ni fue elegida a dedo por la intermediación de un caudillo. Hoy son profesionales universitarios incorporados vía concurso, muchos de los cuales cuentan con estudios de posgrado que les ayudan a avanzar en su carrera.
Esos funcionarios poseen ideas propias y una dignidad que están resueltos a defender: disponen, para decirlo en jerga sociológica, de capacidad de agencia. Esto se expresa en su relación con los poderes económicos o políticos. Ya no es de subordinación, como otrora, cuando se podía tratar al funcionario como a un inquilino, a un conscripto o a un cuadro de partido; al revés, es una relación en que este último se pavonea de la superioridad que le otorga su rol. Si los trámites toman tiempo para cumplir escrupulosamente la normativa, y esto irrita a una empresa, a una industria o a una autoridad de gobierno, para el funcionario es señal de que lo está haciendo bien, no mal. Está resguardado al mismo tiempo su honor y la majestad del Estado, y de paso, protegiéndose frente a eventuales acusaciones de fallas o abusos.
La “permisología”, en suma, se constituye como tema por el cambio de prioridades de los grupos dirigentes y por la emancipación de la burocracia estatal de sus viejas tutelas. Expresar indignación y proponer reformas está bien, pero sin olvidar que esto ataca un síntoma, no la enfermedad. Como afirmara días atrás el famoso economista James Robinson, Chile “está estancado no por la forma específica de las instituciones, sino porque hay un conflicto fundamental en la sociedad sobre la dirección en la que se avanza”. De ahí que, si no se conviene de algún modo una dirección compartida, y se convence de ella a la “tropa”, seguiremos tropezando con la maldita “permisología”. (El Mercurio)