Tres mujeres y la esperanza de Chile

Tres mujeres y la esperanza de Chile

Compartir

Más de alguien debe haberse sentido atrapado por los celos en aquel histórico domingo 4 de julio. Con razón. Nadie imaginó que los aplausos y el aprecio ciudadano se los llevaría un actor secundario (actriz, para ser precisos), a quien se seleccionó especialmente para que su figura pasara desapercibida, y así no opacar a los protagonistas de la jornada: las y los convencionales electos. Pero ella, Carmen Gloria Valladares, la relatora del Tricel, fue quien quedó en la retina de todos. Su humildad para asumir una función meramente “técnica” y en lo posible invisible, su actitud de poner por delante a su mandante —el Estado de Chile— antes que a sí misma, su gesto de remangarse las mangas para hacer mejor su trabajo, su traje, sus papeles, sus carpetas. Todo esto fue como poner ají en la herida narcisista de quienes ese día se esmeraban en emplear todo tipo de recursos (gritos, cuerpos, vestimentas, carteles, transmisiones en vivo a sus seguidores) para dejar registrada su presencia.

¿Por qué se produjo eso que bien podría llamarse el “fenómeno Valladares”? Básicamente por contraste. Frente a la intransigencia, el diálogo. Frente a la grosería, la amabilidad. Frente al apuro, la espera. Frente al exceso, la contención. Frente a la rabia, la serenidad. Frente a la violencia, la diplomacia. Frente al tumulto, los procedimientos. Frente al caos, las reglas. Frente a la norma impersonal, la empatía. En fin, frente a la ruptura, la continuidad.

Algo parecido ha visto la ciudadanía en otra mujer, la subsecretaria Paula Daza.

Inicialmente los memes apuntaban a ridiculizarla; hoy expresan admiración, al punto que sus blusas de colores se han vuelto tan populares y enigmáticas como las corbatas de Alan Greenspan, el antiguo presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, cuando comparecía ante la prensa.

Al igual que Valladares, Daza es vista como alguien que somete su ego a una misión. Con su estilo austero, estricto, pero a la vez gentil, parece responder al Estado antes que al gobierno de turno. Esto ha hecho que su estampa trascienda las fronteras políticas —algo singularmente difícil en estos tiempos— y se convirtiera en un símbolo de quienes, desde diferentes posiciones, lo han entregado todo en la lucha contra la pandemia, sin hacer un uso político de su entrega; un símbolo de quienes han soportado las críticas con humildad, sin jamás perder los estribos o calificar intenciones; en fin, un símbolo de quienes siguen ahí, aunque cambien los ministros o las estrategias, como signo de la indispensable continuidad del poder público.

Autocontrol

El filósofo Peter Sloterdijk sostiene que la democracia exige autocontrol, el cual “no es solo la capacidad de juzgar, sino también la facultad de escuchar, de esperar, de hacer esperar, de imponer la espera, a veces incluso mediante la fuerza, y, por consiguiente, la facultad de desarmar las motivaciones violentas”. Valladares y Daza seguramente estarán de acuerdo, porque ambas lo han realizado con éxito. La segunda lo ha hecho a través de esa actitud paciente y minuciosa con la que ha informado (y acompañado) a la ciudadanía durante la pandemia. La primera cuando su voz de juez o de maestra logró hacerse oír para leer el delicado texto que consagraba la aceptación de los convencionales, y procedió luego a leer sus nombres para que se pararan a emitir su voto para elegir la presidencia, y estos formaron disciplinadamente una fila en el pasillo central. En ese instante fue claro que había conseguido imponer ese autocontrol propio de la democracia, y cumplir con ello la tarea encomendada de instalar la Convención.

Instalada la Convención, llegó el turno de otra mujer, Elisa Loncón, su flamante presidenta. Subió a la testera con su vestimenta tradicional, acompañada de la machi Francisca Linconao, máxima autoridad espiritual de su pueblo ahí presente, quien llevaba en sus manos un canelo, el árbol sagrado mapuche. Otras dos mujeres, Linconao y Valladares, estaban ahí para darle su apoyo en ese instante sin precedentes. “Un saludo grande al pueblo de Chile desde el norte hasta la Patagonia, desde lafken, el mar, hasta la cordillera, en las islas, a todo el pueblo de Chile que nos está escuchando”, fueron las primeras palabras de Loncón. “Nosotros hoy felices por esta fuerza que nos dan, pero esta fuerza es para todo el pueblo de Chile, para todos los sectores, para todas las regiones, para todos los pueblos y las naciones originarias que nos acompañan”, agregó luego, dejando sentado que aquí no se trata de alcanzar un protagonismo personal, sino de actuar como intérpretes de algo más grande, del “sueño de nuestros antepasados”.

La tarea que ha recaído en los hombros de Loncón es gigantesca. Las dificultades han estado a la vista. Tiene la responsabilidad de conducir un proceso para el cual no hay guión alguno. El desafío inmediato es avanzar en aquello que, volviendo a Sloterdijk, es la gran cualidad de la democracia: “Inventar reglas que aseguren una gestión neutral de las cuestiones del honor y del orgullo”, reglas que induzcan “a esperar el turno de la palabra sin verse humillado por la espera”. Fiel a su estilo provocativo, Sloterdijk dice que “la invención de la lista de oradores que deben sucederse en la tribuna señala el momento en que nació la democracia”.

Loncón será clave en este aprendizaje. El proceso podrá ser gradual, con objetivos modestos, con ensayo y error, pero hay que avanzar en tal dirección. De lo contrario, el respaldo de la ciudadanía a la Convención, indispensable para su éxito, se podría trizar o, peor, pulverizarse.

A pesar de orígenes y trayectorias diferentes, Valladares, Daza y Loncón tienen mucho en común, aparte de su condición de mujeres. Son personas que han sabido cultivar la gentileza aun en las circunstancias más adversas. Son ejemplos de una vida basada en el esfuerzo, el rigor, el respeto a las reglas legítimas, no en gritos y violencia. Son personas para quienes el cuidado de los demás y de todo lo que nos rodea es signo de fortaleza, no de debilidad. Son la prueba de que la autenticidad no necesita de la gesticulación, sino que se basta a sí misma. Son la evidencia viva de que la expresividad no requiere de la agresión, y que esta es más bien su negación. Son personas que, con su vida y con sus actos, han mostrado que el pluralismo es la antítesis de la anarquía. Son figuras que no han hecho de la defensa de sus convicciones una justificación de la intolerancia. Son una muestra de que la identidad no tiene que conducir al encierro o al enclaustramiento, sino que es un camino para la complejidad. Son la demostración de que el futuro no se construye demoliendo el pasado, sino integrándolo a un proyecto más inclusivo.

Tres mujeres. En ellas está simbolizada la esperanza de Chile. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

Compartir
Artículo anteriorChile nos llama a votar
Artículo siguienteLa demarcación

Dejar una respuesta