Temeridad carioca

Temeridad carioca

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Hacia el 2000, con Fernando Henrique Cardoso parecía que Brasil señalaba la ruta de América Latina y el continente se asentaba por fin. No fue así. Tras un período de gloria, la economía gastaba ingresos extraordinarios, lo que nos pasó en menor grado a nosotros. En Brasil, al revés de Chile, el sistema no estaba preparado para los cambios de fortuna, lo que siempre sucederá hasta el fin de la historia. Dilma siguió gastando como si no pasara nada, hasta que la cuesta abajo se hizo imparable. Al mismo tiempo, se desató la rebelión contra un alto grado de corrupción, nada nuevo, pero que a veces cansa, produce cólera y oleaje de puritanismo. Aunque el PT conserva -se nota- una base nada despreciable de apoyo, se formó una mayoría tanto parlamentaria, como parece que popular, contra su herencia, e incluso al final Lula cayó en la degollina por un pecado relativamente menor.

Esto no es óbice para que considere que la centroderecha brasileña cometió un error garrafal al destituir a Dilma por una falta al reglamento, en vez de dejar que ella se hiciera cargo del estropicio. Lo ha tenido que llevar a cabo la administración Temer, de baja credibilidad política, profundizando la crisis de liderazgo que existe en América Latina en política internacional. Porque claro, Lula abandonó el estilo metódico y proporcionado de Cardoso, desplegando en su lugar un aparatoso estrellato mundial como parte de BRICS, que tuvo poca y ninguna traducción en la realidad. En contrapartida, en América Latina le cedió el timón a Chávez sin marcar una personalidad propia hasta que todo comenzó a agrietarse.

Sin embargo, antes de condenar con excesiva celeridad a Lula y a Dilma, hay que colocar las cosas en su contexto. Al principio, Lula representó una fuerza positiva en la política moderna en su faz democrática, la de un origen de izquierda antisistema, pero que al final es capaz de reforzar el sistema en su legado y en su promesa. Le faltó un paso más en la conciliación entre su raíz en la izquierda de movilización con los requerimientos de una democracia moderna.

Jair Bolsonaro se nos presenta con el dilema clásico de los demagogos. Si realiza lo que promete, tenemos bastantes antecedentes como para afirmar que solo será un autoritarismo degradador, sin ni siquiera la idea de un proyecto, como al menos lo tuvo y lo realizó el régimen militar de 1964. Si no es más que un político «normal» y hace otra cosa, agrava la crisis de la política y su mala fama de que se dice una cosa y se hace la otra; también, según las evidencias, carece de las nociones más lúcidas de una derecha racional. En realidad, su aparición debe mucho a la ausencia en Brasil de una derecha más estructurada, como sí la hubo en el Chile del siglo XX y hasta ahora. Posee una raíz comprensible, una revuelta contra el rigorismo soberbio y opresivo de lo políticamente correcto. Como todas estas rebeliones, da manotazos de ciego, más bien de enceguecido. Decir cualquier barbaridad y después ser «pragmático» es arriesgar temerariamente la fidelidad de la nación y lo que la puede cohesionar.

Ideal hubiese sido que Haddad asumiera y reconociera al menos una parte gravosa de la corrupción del PT -no solo de este-, y abrazado con más decisión lo fundamental de la política en marcha de recuperación económica -añadiéndole algún elemento social de izquierda, ya que se trata justamente de comprometer a este sector- y hacerse portavoz de un centro; tendría además a una derecha consciente y fuerte como equilibrio. Con una comunista ortodoxa de compañera de fórmula no le sirven dos o tres toques de maquillaje en los colores y no visitar a Lula. Se requería más. Es Brasil que puede ir a la deriva. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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