Spray encima de todo

Spray encima de todo

Compartir

Difícil decirlo en estos momentos: la historia norteamericana ha sido un éxito en la fusión de etnias en una gran empresa común, un país. Basta caminar por sus calles para comprobarlo. Frente a los estereotipos acerca de su establishment, el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, está casado desde hace décadas con una taiwanesa; y así suma y sigue. Tiene una gran trizadura, eso sí: el tema afroamericano, desde hace casi un siglo, más por cultura que por una política de segregación (con la excepción, hasta 1965, de los antiguos estados confederados, en ese entonces un cuarto del país).

No es solo asunto de etnia. Si una parte de los afroamericanos pertenecen a un EE.UU. del promedio, llamémosle clase media o media alta, un número considerable, en cambio, vive en una cultura de gueto y exclusión, propensa a la penetración delincuencial, y de allí una causa no menor de la tensión con la policía. Da la impresión como si se tuvieran sangre en el ojo, a pesar de que cuando uno se topa con la policía, siempre ve entre sus miembros a afroamericanos. Algo sucede, sin embargo, y persiste como cicatriz abierta en un país tan extraordinario como EE.UU. Si no lo fuera, ¿por qué millones emigran hacia allá?

El estallido fue una de las varias caras de rebelión cultural de nuestra época, cuyo gran modelo sigue siendo “mayo del 68” (París), que se reproduce y seguirá haciéndolo de manera intermitente aquí y allá, carnaval o fiesta propia a esta era. Por esas razones misteriosas, que se adhieren al pasar de los días sin razones objetivas que se puedan discernir y que jamás la ciencia social podrá predecir, a la vez recurrentes, y al final produjo un estallido no del todo diferente al de Chile.

En efecto, fue una combinación de grieta social (¿dónde no la hay?), étnica y sobre todo cultural; fue transversal en lo social y en lo étnico; y en estos años había alcanzado a las grandes corporaciones, las que, cuando no afecta a las ganancias, se alinean con saña a la dictadura de lo políticamente correcto. La rebelión, lejos de representar una cultura ancestral o tradicional, conlleva las marcas de nuestra época: ruptura de las formas, autosatisfacción hedonista —sin sutileza— y enmascaramiento uniformado en el tatuaje desmedido de la piel, lejos del encanto que podía relucir en sociedades arcaicas, animadas del origen de lo humano. Se compara con nuestro país, no porque seamos los norteamericanos del barrio, sino porque estas manifestaciones constituyen uno de los rostros de la modernidad (por suerte, no el único); por algo dio un brinco a países de Europa Occidental.

Lo mismo en lo de borrar el pasado en la destrucción de estatuas. En EE.UU. no se quedó en los dirigentes confederados, a estas alturas más símbolos de la cultura del sur y no del esclavismo o segregación, sino que avanzó hasta Jefferson y Washington, pasando por Woodrow Wilson, con el beneplácito cobarde de académicos y autoridades universitarias; se afilan los cuchillos para el “Mayflower” y toda la cultura anglosajona. En Chile, ello alcanzó no solo a toda la nueva democracia, sino a la totalidad de la república y colonia, incluyendo a don Pedro de Valdivia, en extraña pero no casual réplica con la eliminación de la enseñanza de la historia en los últimos años de la educación media (el Simce es advertencia); en el subconsciente, ambos provienen de la misma fuente. A lo que no se derriba o despedaza, se le rocía con la cultura del spray, que se derrama en paredes y puertas, al interior de las instituciones de enseñanza y hasta en museos, alegoría de una empresa de eliminar a todos, puesto que siempre el que borra será a su vez borrado. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

Dejar una respuesta