A propósito de las declaraciones de Izkia Siches sobre la voluntad de diálogo del nuevo gobierno respecto del conflicto en la macrozona sur, incluida la CAM, el senador Francisco Huenchumilla propone concentrarse en “los temas de fondo que demanda el pueblo mapuche: reconocimiento y reparación”. El primero lo va a resolver la Convención Constitucional, dice el senador Huenchumilla, mientras que la reparación dice relación con la devolución de las tierras que el Estado usurpó en el siglo XIX. En esta doble perspectiva de reconocimiento y reparación, el senador por La Araucanía quiere entender que los dirigentes del próximo gobierno “pretenden dialogar con todos los actores (…), incluida la CAM”. En el caso de esta última, no se trata “de validar la violencia como método al dialogar con ella, sino para saber con certeza en qué circunstancias y bajo qué condiciones está dispuesta a deponer ese camino (el de la violencia), incompatible con la democracia”. Sería “una completa política de reparación” la que permitiría neutralizar “y terminar con la violencia sin necesidad de, como última ratio, recurrir a la acción de fuerza del Estado”.
La Coordinadora Arauco Malleco, en declaración pública del 15 de julio, junto con reivindicar a Pablo Marchant, muerto “en combate”, señala que la participación mapuche en la Convención “es un acto de sometimiento al poder colonial” y a la “gobernabilidad neoliberal”; cuestiona “la salida plurinacional” —la CAM nunca ha creído en el Estado plurinacional—, agrega que la Convención intenta “socavar las posibilidades del weychan y la lucha revolucionaria mapuche” y confirma “la declaración de guerra directa” contra las forestales. ¿Podría la Convención “resolver” —en las palabras del senador Huenchumilla— el tema del reconocimiento del pueblo mapuche, en circunstancias que, ante los ojos de la CAM, no es más que un instrumento del poder colonial?
En su comunicado de 30 de diciembre, respecto de la Convención Constitucional y el ciclo de gobierno liderado por Gabriel Boric, “que nace pactado en el marco de la relación inter-burguesa nacional e internacional”, la CAM califica a la nueva izquierda (o centroizquierda socialdemócrata) de “hippie, progre y buena onda”, advierte que “el pueblo mapuche tiene su propio ordenamiento político-militar desde antes de la formación del Estado chileno” y concluye en un llamado “a reivindicar la violencia política como un instrumento legítimo de nuestra lucha”. ¿Imagina el senador Huenchumilla al gobierno de Boric dialogando con quienes le declaran la guerra al Estado chileno, cualquiera sea el color político del gobierno de turno? ¿Puede, en el contexto de las declaraciones anteriores, pensarse que un esquema de devolución de tierras y de reparación permitiría neutralizar “y terminar con la violencia sin necesidad de, como última ratio, recurrir a la acción de fuerza del Estado”?
El problema estaría relativamente acotado si solo se tratara de la CAM. Junto con ella hay al menos otros tres grupos armados; a saber, la Resistencia Mapuche Lafquenche, la Resistencia Mapuche Malleco y el Weichan Aukamapu. Se trata de grupos armados —es cosa de ver los videos que ellos mismos hacen circular—, con entrenamiento y presencia militar y paramilitar, con proclamas y actividades muchas veces vinculadas a la comisión de delitos comunes (como los robos de madera), el narcotráfico y el crimen organizado (es el modelo de Colombia y las FARC, sin ir más lejos).
El Estado de Chile, cualquiera sea el signo político del gobierno de turno, tiene que seguir el camino que las democracias han tomado al momento de hacer frente a la presencia y amenaza de grupos armados: aislarlos políticamente, bajo ningún respecto dialogar o negociar políticamente, aplicar en su contra toda la fuerza de la ley, y solo sentarse a la mesa de conversación para pactar los términos de su disolución y la entrega de armas. Eso es lo que hizo la España democrática frente a la ETA. Lo que el franquismo no pudo obtener sí lo consiguió la voluntad mancomunada de las fuerzas políticas, desde el PSOE hasta el PP, con el triunfo del Estado de Derecho y la democracia respecto de una organización que cuestionó la definición del Estado como monopolio del uso legítimo de la fuerza. Fue la presión policial, judicial, social, política e internacional la que logró el aislamiento y la derrota política de la ETA, culminando en la declaración de esta última de “cese definitivo de la actividad armada” el 20 de octubre de 2011. (El Mercurio)
Ignacio Walker



